Skip to main content

Por: María José Rivera 

Una de las actividades que más disfruto es sentarme a conversar con mis amigas por un largo tiempo y sin interrupciones. En nuestros encuentros nos ponemos al día, evaluamos nuestras vidas, nos aconsejamos, lloramos juntas y reímos a carcajadas. Y, sin darnos cuenta, las horas se van y ninguna se percata. Estoy segura de que entiendes perfectamente a qué me refiero. ¡Qué regalo del cielo son esos momentos donde nos dedicamos sin apuro a pasar tiempo al lado de alguien a quien queremos! Sin distracciones, sin apuros, ¡solo disfrutando de la presencia de la otra persona!  

Si esa experiencia es buena entre amigas, ¿cuánto más podría ser con nuestro Padre celestial? Pero debo de confesar que por años no sabía la importancia de tener una relación íntima y profunda con Dios. Pasar tiempo con Dios se había vuelto una marca más en mi lista de tareas del día, pero no era un tiempo que disfrutara o esperaba con ansias. Por el contrario, se sentía pesada y tediosa. Se había convertido en un deber, más que un deleite.  

Sin embargo, el Señor usó lo que yo llamo «los frenos de Dios», esas señales divinas de «ALTO» con las que interrumpe nuestro camino. Muchas veces vienen disfrazadas de crisis, enfermedad, dolor o noticias inesperadas. Son esos momentos en la vida en los que no te queda otra opción que detenerte. En mi caso, aquel «ALTO» que Dios estaba produciendo fue literal en todo sentido: emocionalmente me derrumbé y físicamente no podía levantarme de la cama. Era como si Dios mismo me estuviera deteniendo, sin dejarme otra alternativa. 

Al inicio me resistí. Quería seguir haciendo mi vida, pero simplemente mi cuerpo no respondía. Con el pasar de los días me cansé de pelear y entendí con mayor claridad que Dios quería que me detuviera. En medio de mi vida paralizada empecé a vislumbrar que había estado viviendo a un ritmo que me desconectaba no solo de los demás, sino de mí misma. Pero, sobre todo, desconectada de Dios. Era imposible vivir al ritmo que iba y mantenerme con un oído atento a la voz de mi Padre.  

Fue en esa circunstancia donde empecé a entender que Dios no tiene prisa. Me di cuenta de que no hay registro en los Evangelios donde el Señor Jesús esté apresurado. Cada vez que atendió una urgencia, Él se detenía. Piensa en la hija de Jairo y cómo, en el camino, atendió a la mujer con flujo (Luc. 8:40-56). O recuerda cuántos días se demoró en ir a ver a Lázaro (Juan 11). Entonces empecé a reconocer un patrón: cuanto más tenía Jesús por hacer, más buscaba apartarse para estar en oración con Su Padre. Aunque nuestra lógica nos diga lo contrario, Jesús siempre se tomaba el tiempo necesario. 

Eso me llevó a reconocer, vergonzosamente, mi propio patrón: mientras más cosas tenía por hacer, más corría, y en el camino añadía aún más tareas. Ese ritmo acelerado se alimentaba de sí mismo y me mantenía atrapada en ese mismo eje. Pero era un patrón diametralmente distinto al de Dios. No podía mantenerme en quietud delante del Señor si el resto de mi día era solo una búsqueda intensa de dopamina. Me estaba acostumbrando a vivir siempre acelerada, así que no era ninguna noticia que no pudiera quedarme en quietud delante de Dios. Simplemente me había entrenado a no saber cómo detenerme.  

Mientras que corría y me llenaba de tareas, como un malabarista a punto de dejar caer todo, Dios por medio de ese freno, me estaba llevando a quedarme quieta para escucharlo. Entendí que estar en la presencia de Dios no es simplemente una tarea más de nuestro día. Es ser conscientes de que estamos conociendo y hablando con el Creador Soberano del universo. Es entonces cuando me pregunté ¿quién me he creído yo para pensar que puedo presentarme delante de Él como si fuera solo una tarea más de mi vida? Como diría R.C. Sproul «¡¿Cuál es el problema con ustedes?!». Ciertamente había dejado de considerar a Dios como quien realmente es.  

Ese es el mayor peligro en el que podemos caer: olvidarnos delante de quién vivimos. El hombre, que un día volverá al polvo, cree que sus planes y rutinas son mucho más relevantes que pasar tiempo íntimo delante de su Creador. Esta realidad debería confrontarnos, llevarnos de rodillas y exhortarnos a cambiar todo lo que sea necesario en nuestras rutinas y a su vez, pidiéndole a Dios que nos dé un corazón que le anhele. Porque la realidad es que ninguna de nosotras nace con el deseo de buscar a Dios y en la medida que más incentivemos una rutina acelerada, más se diluirá nuestro deseo por Él.  

Nos toca asumir responsabilidad sobre nuestras acciones para cambiar en ellas todo lo necesario. Dios es un Padre bueno que no tiene intención de dejar igual a Sus hijos (Fil. 1:6). Si nosotras no nos esforzamos por hacer lo que tenemos que hacer, Dios usará los «frenos» que considere necesario para dejar de creer que podemos vivir así y a su vez, caminar de la mano con Él.


María José Rivera es autora, comunicadora y teóloga peruana. Es cofundadora del ministerio Moldeadas, donde capacita a mujeres hispanas en el estudio bíblico. Escribe sobre Biblia y teología en Coalición por el Evangelio y lidera talleres semanales de meditación bíblica con mujeres de toda la región. Estudió en el Instituto Reforma, en el Instituto Integridad y Sabiduría, tiene una maestría en estudios teológicos del Southern Baptist Theological Seminary, donde actualmente cursa el doctorado en educación ministerial. También produce contenido cristiano para redes sociales y colabora en traducción de materiales teológicos. Es miembro de la Iglesia Comunidad Bíblica de Jesús, donde sirve en el ministerio de mujeres. Vive en Lima, Perú, con su esposo Alonso y sus hijos, Aitana y Salvador. Síguela en Instagram: @riveramajose

Leave a Reply

Hit enter to search or ESC to close