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Por Marisol Tavarez

Oh Señor, a ti clamo, apresúrate a venir a mí. Escucha mi voz cuando te invoco.
Sea puesta mi oración delante de ti como incienso, el alzar de mis manos como la ofrenda de la tarde.  (Salmo 141:1-2)

Estos versos del Salmo 141 fueron por muchos años un constante clamor al Señor, dada a una condición, espiritual-emocional. Esta condición era algo que venía conmigo desde que empecé a tener “conocimiento de mí misma”, era rencor, de las personas y del ambiente que me rodeaba, lo cargué conmigo toda mi adolescencia, juventud y parte de mi adultez. 

La verdad es que nunca jamás tenía gozo, sin exagerar, tenía momentitos de alegría, creo que me fingía feliz, pero por dentro siempre estaba llorando y en amargura. Buscando como sanar mi condición emocional caminé en los senderos de Nueva Era y de religiones hinduistas; hasta que un día el Señor Jesucristo me encontró.

No obstante, aún ya creyente, sentía que no estaba del todo bien, había algo que no me dejaba sentir el gozo de la salvación, tal como escuchaba decir que este se sentía. Oraba al Señor constantemente por ayuda, pero seguía igual. La verdad es que no reconocía que tenía rencor. ¿Te ha pasado, que no reconoces algo que sí tienes?

Un buen día, asistí a una conferencia, y una oradora puertorriqueña, dijo: “Es cierto que orar es hablar con Dios, pero no uses siempre tus propias palabras, ora la Palabra de Dios, porque Él es fiel a Su Palabra”. Esa idea me impactó; así que, desde ese día decidí memorizar versículos de las Escrituras. 

Pero, ¿Qué es el rencor? –No lo confundamos con el odio. El rencor es mucho más leve que el odio, porque el odio es veneno destructivo y busca la destrucción del otro, el rencor es un tipo de emoción, como un sentimiento, que igual nos envenena; pero no es un “incendio sin control” como lo es el odio.  

Lo primero que hice fue hacerme el firme propósito de leer la Biblia de “tapa a tapa” cada año, y cuando leía algún verso que iluminaba mi mente lo subrayaba y pasaba un tiempo escribiéndolo y pensándolo. Iluminé mi Biblia casi completa, desde Génesis hasta Apocalipsis, pero principalmente en el libro de Isaías y salmos. Recuerdo que una noche entendí que Dios me decía algo en el Salmo 94, y me extrañé, porque es un Salmo imprecatorio, ¡pidiendo venganza! Pero, luego fijé mi vista en los versos siguientes: 

“Si el Señor no hubiera sido mi socorro, pronto habría habitado mi alma en el lugar del silencio. Si digo: Mi pie ha resbalado, tu misericordia, oh Señor, me sostendrá.  Cuando mis inquietudes se multiplican dentro de mí, tus consuelos deleitan mi alma.” Salmo 94:17-19. 

Reconocí el problema que me afectaba.

Siempre clamaba a Dios por paz, anhelaba vivir ese gozo que otros afirmaban tener; porque tenía convicción de que era hija de Dios, que por medio de Jesús ya había sido librada de la condenación eterna, pero algo me ataba. Así que empecé a orar la Palabra en los versos del Salmo 141 “Oh Señor, clamo a ti, ¡Por favor, apresúrate! ¡Escucha cuando clamo a ti por ayuda! 

Siempre clamando: “Por favor, Señor, ¡rescátame! Ven pronto, Señor, y ayúdame. (Salm.40:13); 

“… apresúrate, oh Dios socorrerme.”  (Salm.70:1b).  

La verdad es que sentía que Dios estaba lejos de mí; en ocasiones llegué a pensar que Dios aún no me había perdonado. Pero, ¿cuál era la verdad?

El problema estaba en mí, tenía rencores guardados desde la niñez. Resentía a las monjitas del colegio donde me eduqué, a mi mamá, a mi padrastro, a las circunstancias que hacían sombra en una gran parte de mi corazón y no me permitían vivir a plenitud la vida que Cristo compró para mí en la cruz cuando dijo: “Consumado es” (Jn.19:30b). Entendí que tal como David, tenía muchas inclinaciones de la carne, mucho orgullo que no me dejaba reconocer mis debilidades y falta de perdón para los que eran objeto de mi rencor como para mí misma. 

Las oraciones dieron resultados, comencé a dejar mis cargas sobre Jesús, le declaré mi pecado; “echando toda vuestra ansiedad sobre Él, porque Él tiene cuidado de vosotros.” (1P.5:7LBLA)

Dios es fiel a su palabra, “Esto significa que todo el que pertenece a Cristo se ha convertido en una persona nueva. La vida antigua ha pasado; ¡una nueva vida ha comenzado! (2Co.5:17NTV).  Como creyente en Cristo, traigamos a Sus pies todo lo que nos inquieta en oración y clamor. Él nos dará libertad a medida que perseveremos; no olvidemos que todo es parte del camino que paso a paso nos lleva a la santificación, si sucederá.  Mientras tanto, decimos como el salmista: “Pero el Señor es mi fortaleza; mi Dios es la roca poderosa donde me escondo.” (Salmo 94:22).  El rencor ya no está en mi corazón, Dios es fiel.

María del Carmen Tavarez Cordero, cariñosamente conocida como Marisol. Es miembro de la Iglesia Bautista Internacional, escribe para Mujer para la gloria de Dios, le apasiona enseñar, evangelizar y escribir acerca de las maravillas del Señor. Tiene una Maestría en Ministerios del Seminario Bautista del Sur.

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