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[El momento más triste de la humanidad]

Aixa de López

Unos cuantos días y nos despistamos. Un par de páginas y lo arruinamos; nos dio todo, pero dudamos que sería suficiente… y caímos. La situación era perfecta. Literalmente perfecta. Sin espinas los rosales, sin pulgas los perros, sin alergias las narices, sin tumores los cuerpos, sin hambre de cebras los leones, sin estorbos para estar juntos… Perfecta. Y, sin embargo, le creímos a la resbalosa que sembró una duda que creció como maleza en los corazones, casi instantáneamente.

¡No es cierto, no van a morir! Dios sabe muy bien que, cuando coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y llegarán a ser como Dios, conocedores del bien y del mal. (Génesis 3:4-5)

Así dijo el diablo vestido de reptil… y nuestros ojos vieron esa fruta, se nublaron y comenzamos a ver todo torcido. Ese fruto que colgaba del árbol se vio deseable y nuestras bocas salivaron con la idea de jugar a traicionar, de jugar a ser Dios, de tirar a la basura el plan original de ser simples criaturas, sujetas y resguardadas por un Creador y Papá soberano y bueno.

Preferimos la orfandad. La independencia. Vivir a la deriva de nuestras propias decisiones. Todo eso pasó en una sola mordida. Todo antes de eso era perfecto, lo que comprueba que nuestro problema más grande no está afuera, sino que nos habita.

Debe decirse en plural. Arruinamos. Nos distrajimos. Le creímos. Preferimos. Caímos. Lo escribo en plural porque Adán, Eva y nosotros compartimos la misma materia prima. Ninguno está hecho de otra cosa. Todos estábamos contenidos en ese primer hombre. Él nos representó como un atleta en las olimpiadas, y perdimos todos junto con él.

Por medio de un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por medio del pecado entró la muerte; fue así como la muerte pasó a toda la humanidad, porque todos pecaron. (Romanos 5:12)

Todos. Y a Dios se le rompió el corazón. No se sorprendió, pero aun cuando un papá conoce las debilidades de sus hijos y puede anticipar sus faltas, nada lo vacuna contra los nudos en la garganta y las cicatrices en el alma. Aquellos dos a quienes Él les había soplado Su propio aliento para hacerlos eternos, a quienes había puesto nombre, a quienes vio bellos, trituraban esa relación cercana con cada mordida.

Ese fruto arrancado hizo evidente que no podemos mantenernos cerca de Él en nuestra propia fuerza. Tan pronto como pudimos, inventamos otra historia, llena de mentiras. Quedó comprobado que necesitaríamos la intervención de Su gracia segundo a segundo.

Ese día, con esos mordiscos, rompimos Su corazón y rompimos la única posibilidad de ser completamente felices. La mano pudo extenderse para tomar el fruto solo porque nos soltamos de la mano más segura. Con ese movimiento, le dijimos al Señor:

«NO CREEMOS QUE NOS AMES COMO DICES… LO QUE DAS NO ES SUFICIENTE… TU IDEA DE FELICIDAD DEBE SER REMENDADA…».

Pecamos…

Esa traición de proporción cósmica rompió el corazón de Dios y desarticuló todo el universo. Cuando Adán y Eva pensaron que solo abrirían la entrada unos pocos milímetros y que tendrían el poder de cerrarla cuando quisieran, la muerte vio la oportunidad, pateó la puerta hasta tirarla, entró al jardín y el huerto dejó de ser lo que Dios había soñado.

Así empezó la pesadilla que hasta hoy vemos: espinas en los rosales, pulgas en los perros, alergias en las narices, tumores en los cuerpos, los leones con hambre de cebras y un gran abismo que nos separa del Señor.

Roto.

Un fragmento del libro Lágrimas valientes (B&H Español)

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