Skip to main content

Por Liliana González de Benítez.

Es fácil reconocer a un extranjero; hasta un niño lo distingue. Tiene un halo de melancolía, y cierto acento al hablar. Un desterrado comprende pronto que no encaja en ningún lugar. Aunque sea acogido por un grupo de personas en la nación donde se establece, siempre encuentra a su paso otro grupo humano que lo rechaza y discrimina.  

Jesucristo fue un extranjero en el mundo 

El Rey del universo, el primogénito de toda la creación dejó su gloria celestial para peregrinar entre los hombres. El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (Juan 1:14). Desde Su nacimiento, Jesús soportó las desventuras de un expatriado. Tuvo por cuna el pasto del ganado, fue perseguido por un rey malvado, asesino de infantes. Ni un mes de vida tenía la noche que huyó hacia Egipto asido al pecho de Su madre.  

Causa perplejidad que la segunda Persona de la Santa Trinidad anduviera en este mundo haciendo el bien sin tener un lugar donde recostarse. Despreciado por muchos, inclusive por Sus parientes y conciudadanos, Cristo el Salvador fue el blanco de prejuicios. 

En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron (Juan 1: 10-11). 

¡Qué ironía! El mundo que Él creó con el eco de Su voz, y amó hasta lo sumo, no lo conoció. Cuánto dolor soportó que hasta lágrimas de sangre lloró cuando Su pueblo elegido no lo recibió. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios (Juan 1:12-13). 

Jesucristo nos salvó cuando éramos extranjeros y enemigos de Dios. Ahora, por Su misericordia, todos los que creemos en Él somos conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios (Efesios 2:19-22).  

La dispensación benevolente de la gracia de Dios debe movernos a amar como Jesús amó. 

Dios ama al extranjero 

Él hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra su amor al extranjero dándole pan y vestido (Deuteronomio 10:18).  

Debido a que los líderes judíos despreciaban a los forasteros y a ciertos individuos y grupos raciales (llámese publicanos, samaritanos y gentiles), Jesús enseñó en la sinagoga de Nazaret. Esta ciudad que lo vio crecer y no confió en Él. No entendió que el sacrificio que Dios quiere no es afligir el alma por un día e inclinar la cabeza como un junco en señal de ayuno, sino partir el pan con el hambriento, hospedar al extranjero itinerante, vestir al desnudo, ¡y no darle la espalda a un hermano! (Isaías 58:7).  

En aquel discurso que casi le cuesta la vida (Lc. 4:25-27), Jesús les recordó a sus paisanos dos pasajes del Antiguo Testamento que revelaban el amor de Dios por las almas que no pertenecían al pueblo de Israel. Permíteme parafrasearlos: Cuando el Altísimo cerró los cielos y no mandó lluvia ni rocío durante tres años y medio, y el hambre azotó al pueblo de Israel, una viuda pobre de Sarepta de Sidón, tierra de gentiles, vio la gloria de Dios después de hospedar y sustentar —con un puñado de harina y un poco de aceite— al profeta Elías…  

… Asimismo, había en Israel numerosos enfermos de lepra en tiempos del profeta Eliseo, pero no fue sanado ninguno de ellos, sino Naamán, que era extranjero. 

Jesús narró ambas historias para humillar el orgullo nacional del pueblo judío y enseñar que el amor y la compasión no deben limitarse a una raza o grupo élite.  

Para los que estamos en Jesucristo no existen barreras ni prejuicios raciales, porque todos somos hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús (Gálatas 3:26-28). 

Los cristianos son extranjeros en el mundo 

Aunque vivimos en el mundo, no somos del mundo. Nuestra ciudadanía está en los cielos (Filipenses3:20). Nuestra bandera es el amor. Los creyentes hemos sido llamados a amar al prójimo sin tomar en cuenta creencias, razas, linajes, lugares de procedencia, posiciones sociales (Mateo 22-39). Nosotros ―al igual que lo fue Jesús― somos extranjeros y peregrinos en este mundo. 

Es un acto de adoración a Dios negarnos a nosotros mismos acortando nuestras finanzas y comodidades, para ayudar con alegría a los que están en verdadera necesidad. Recordemos que Jesús prometió regresar en gloria, para traer juicio, resurrección y vida eterna a todos los que creen en Él. A los suyos dirá: Vengan, benditos de Mi Padre, hereden el reino preparado para ustedes desde la fundación del mundo, porque fui extranjero, y me recibieron… (Mateo 25: 35-40-énfasis añadido). 

«Padre, gracias por salvarme cuando era una extranjera y hacerme parte de Tu pueblo santo por medio de Cristo. Santifícame en Tu verdad, para que yo ame al extranjero como Tú me has amado». 

Liliana González de Benítez es escritora y columnista cristiana. Su mayor gozo es proclamar la Palabra de Dios. Dirige el estudio bíblico de las mujeres en su iglesia y es autora del libro Dolorosa Bendición. Nacida en Venezuela. Vive en los Estados Unidos con su esposo y su hija. Puedes seguirla en sus redes sociales: FacebookInstagram y en su blog.

Leave a Reply

Hit enter to search or ESC to close