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Por Liliana González de Benítez

Una de las mayores bendiciones que he recibido del Señor es mi iglesia local. No ceso de dar gracias a Dios por mis hermanos en la fe, recordando a cada uno en mis oraciones diarias. Especialmente, oro para que el amor que nos profesamos los unos por los otros crezca día tras día (Jn. 13:35).

La razón por la que aprecio tanto a mi congregación es porque cuando comencé a dar mis primeros pasos en el evangelio, me reunía en una iglesia divisiva y competitiva. No había amor entre los hermanos. Envanecidos por los dones y las posiciones de liderazgo —como en la iglesia de Corinto— cada uno buscaba su propio beneficio, en vez de hacer avanzar el plan de Dios para Su iglesia. 

En la era de la iglesia primitiva, fue necesario que Pablo hiciera una súplica a la unidad: Les ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos se pongan de acuerdo, y que no haya divisiones entre ustedes, sino que estén enteramente unidos en un mismo sentir y en un mismo parecer. (1 Corintios 1:10)

Cualquier persona o grupo que quebranta la unidad de los creyentes en el vínculo de la paz, ataca directamente a Jesucristo y Su iglesia (Apocalipsis 2:9). Por eso es muy importante que desde el púlpito se predique la sana doctrina. Las falsas enseñanzas desmembran el cuerpo de Cristo. Todo mensaje que promueve la rivalidad, el egoísmo y la vanagloria proviene del maligno. 

El propósito de Dios para la iglesia es que todos sus miembros vivan de una manera digna de la vocación con que han sido llamados. Que vivan con toda humildad y mansedumbre, con paciencia, soportándose unos a otros en amor, esforzándose por preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. (Efesios 4:1-3)

Así como una familia está unida por lazos de parentesco, a la iglesia la une un vínculo supremamente mayor: la santísima sangre de nuestro Señor Jesucristo. Por consiguiente, una iglesia dividida es una contradicción al evangelio. Cristo mismo, antes de ir a la cruz, oró por la unidad de Su Iglesia: Padre, no ruego solo por estos, sino también por los que han de creer en Mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno. Como Tú, oh Padre, estás en Mí y Yo en Ti, que también ellos estén en Nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste. (Juan 17:21)

Jesús rogó al Padre para que Su Iglesia se amara, así como Él la amó, y se entregó a sí mismo por ella. Y enfatizó que ese amor inmolado, fiel e inmutable es la cualidad que distingue a los creyentes verdaderos: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros. (Juan 13:35) 

Cuán dichosa me siento de pertenecer a una iglesia amorosa. Hace poco, mi esposo, mi hija y yo, estuvimos muy decaídos por los efectos secundarios de la vacuna contra el COVID-19, y un generoso matrimonio de nuestra iglesia preparó un delicioso almuerzo para nosotros. Nos sentimos tan amados y acompañados. Especialmente, porque somos extranjeros y nuestros hermanos en Cristo son la única familia que tenemos en el país donde nos encontramos.  

En nuestra congregación no nos amamos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad (1 Juan 3:18). La gente puede ver el amor sincero de hermanos que nos tenemos (1 Pedro 1:22), porque somos cartas vivientes de Cristo, vistas y leídas por todos los hombres (2 Corintios 3:2). Como en cualquier familia (¡y nuestra iglesia no es la excepción!) surge una que otra diferencia entre los hermanos, pero siempre prevalece el amor.  

Para promover la unidad nos hemos despojado del individualismo y nos ocupamos diligentemente los unos de los otros. Nosotros nos conocemos, nos relacionamos, compartimos penas y alegrías, oramos juntos y nos ayudamos mutuamente a llevar nuestras cargas, cumpliendo así la ley de Cristo (Gálatas 6:2). Esta entrañable unidad se la debemos a nuestro pastor, quien nos instruye diligentemente en la sana doctrina y nos enseña con su ejemplo amoroso a poner en práctica el evangelio.

Miren cuán bueno y cuán agradable es que los hermanos habiten juntos en armonía. Es como el óleo precioso sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón, que desciende hasta el borde de sus vestiduras. Es como el rocío de Hermón, que desciende sobre los montes de Sión; porque allí mandó el Señor la bendición, la vida para siempre. (Salmos 133)

Liliana González de Benítez es escritora y columnista cristiana. Su mayor gozo es proclamar la Palabra de Dios. Dirige el estudio bíblico de las mujeres en su iglesia y es autora del libro Dolorosa Bendición. Nacida en Venezuela. Vive en los Estados Unidos con su esposo y su hija. Puedes seguirla en sus redes sociales: FacebookInstagram y en su blog.

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