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TRILLIA NEWBELL

Hace poco, me diagnosticaron una hernia de hiato. Es una afección en la cual una pequeña apertura en la parte superior del estómago permite que penetre ácido al abdomen, y parte de mi estómago sobresale a través del músculo del diafragma. Sí, es tan doloroso como parece. Algunos que padecen esto pueden necesitar cirugía, pero he descubierto que puedo controlar los síntomas sencillamente con una dieta muy saludable.

En realidad, mi dieta es extremadamente saludable; tengo que evitar incluso los granos que hacen bien y los carbohidratos sanos para poder controlar mi afección. ¡El problema es que todos los alimentos que no puedo comer son deliciosos! En más ocasiones de las que me gustaría admitir, me he permitido comer algo que sabía que no me hacía bien. Mi apetito y mis papilas gustativas quedaban satisfechos de inmediato. Sin embargo, a medida que la comida bajaba al estómago, empezaban los calambres, la tos y una sensación abrumadora de náusea.

Esto pasó casi siempre que me faltó el autocontrol para decir que no. Las consecuencias de «hacer trampa» en mi dieta son casi inmediatas. Si no tengo cuidado, estas «transgresiones» podrían llevar a problemas más graves de salud e incluso a la muerte. Esos alimentos tal vez tengan una apariencia y un sabor deliciosos, pero no valen la pena.

Mi deseo de comida que debo evitar me recuerda el atractivo del pecado. A veces, en la vida, puedo ver rápidamente la fealdad del pecado y su naturaleza engañosa, y lo resisto. Pero otras veces, el pecado parece inofensivo o sumamente deseable. El pecado puede mentir a los ojos, al corazón y a la mente, convenciéndonos de que será satisfactorio. Muy a menudo, nos creemos la mentira cuando deberíamos tener mejor juicio. Aun cuando sentimos un impulso por parte del Espíritu, es demasiado fácil ignorar la advertencia y optar por el pecado.

Entonces, ¿dónde podemos encontrar ayuda para resistir esta tendencia? ¿Cómo podemos reconocer el pecado por lo que es y encontrar la fuerza para resistirlo? El autor del Salmo 119 nos señala en la dirección correcta.

CÓMO LOGRAR QUE EL PECADO NOS GUSTE MENOS
El salmista comienza con un ejemplo de la angustia piadosa y los afectos correctos. En el versículo 25, empieza con una imagen muy usada en la Palabra: el polvo. Aquí no se refiere a la muerte física, como en otras partes de la Biblia (ver Gén. 3:19). En cambio, destaca la realidad de un alma que lucha con el pecado, y la muerte a la cual lleva el pecado (Rom. 6:23). Una persona cuya alma se «aferra» al polvo —a un lugar bajo y sucio— se enfrenta a la realidad de que sus propios deseos e inclinaciones pueden condenarla a muerte. Esta es la actitud del salmista frente a su pecado, y es la actitud adecuada para nosotras también. Aunque su alma se aferra al polvo, el salmista no parece sentirse condenado porque sabe adónde correr y a quién clamar. El pecado es muerte, pero la vida viene del Señor. Por lo tanto, el salmista clama correctamente al Señor en busca de ayuda. De manera más específica, ora pidiendo ayuda de la Palabra de Dios.

La Palabra de Dios es verdadera. La Palabra de Dios es viva y eficaz. Dios nos trata conforme a Su Palabra (Sal. 119:65). Por lo tanto, debemos aprender lo que dice en ella. Nos unimos al salmista y le pedimos al Señor que ilumine Su Palabra en nuestro corazón y nuestra mente. Sus preceptos (piccúd en hebreo) son las cosas que Dios ha designado para hacer. Si queremos saber cómo vivir, debemos conocer la Palabra de Dios. Sus palabras son palabras de vida. Cuando descuidamos la Palabra de Dios, en esencia descuidamos nuestra alma. La única manera de tener un alma que remonte vuelo, en lugar de quedarse postrada en el polvo, es llenarla de la Palabra de Dios.

Tal vez tú también hayas experimentado esta lucha con el pecado que describe el salmista. Quizás también hayas acudido a la Palabra, pero al leerla, hayas quedado con una sensación de condenación y desaliento. O tal vez leíste, pero no sentiste una gran diferencia. Sin embargo, mira dónde concentra el salmista su atención. No empieza consigo mismo ni con sus propios esfuerzos. Se concentra en Dios, en Sus «maravillas» (v. 27). Anhela el entendimiento y, una vez que lo obtenga, meditará en el Señor. Y entonces tendrá la posibilidad de lidiar con su pecado.

Esto también es cierto para nosotras. A medida que descubrimos más sobre el Señor y Sus maravillas, y pasamos tiempo concentradas en esta realidad (en el carácter y la naturaleza de Dios), empezamos a tratar el atractivo del pecado cada vez con más desprecio. Comenzamos a desear al Señor más de lo que anhelamos pecar. Al igual que el salmista, experimentamos dolor por el pecado que ya está en nuestra vida (v. 28).

El apóstol Pablo llamó a esta angustia «la tristeza que proviene de Dios», y dijo que «produce el arrepentimiento que lleva a la salvación, de la cual no hay que arrepentirse, mientras que la tristeza del mundo produce la muerte» (2 Cor. 7:10). La Palabra de Dios es muy clara respecto a los resultados desastrosos del pecado humano. El pecado mata el cuerpo y el alma. Corrompe todas las cosas. Cuando el pecado entró al mundo, trajo muerte y oscuridad, ruptura y vergüenza. Y cuando pecamos en forma deliberada, cuando cedemos a los deseos de nuestra carne, optamos por la muerte. Cuando nos sentimos mal por pecar, pero no llevamos ese pecado ante el Señor y no nos comprometemos a cambiar, nada cambia. Nuestra alma permanece postrada en el polvo, y «la tristeza del mundo produce la muerte». Sin embargo, la tristeza que proviene de Dios nos lleva a regresar al Señor en arrepentimiento, a buscar Su poder para detestar nuestro pecado, a amar más a Dios y a cambiar nuestros apegos y acciones; así llegan la vida, la paz, la gracia y la libertad. El salmista conoce la tristeza que proviene de Dios… mira cómo le ruega al Señor que le dé «el privilegio de conocer [Sus] enseñanzas» (Sal. 119:29, NTV). En Su bondad y Su gracia, Dios nos enseña Sus caminos, para que nos apartemos del pecado y tengamos vida y gozo en Él.

Esto lo sabemos intelectualmente. Si cualquiera nos preguntara si creemos que el pecado es algo bueno que puede llevar a la felicidad y la satisfacción, no dudaríamos en decir que no. Sin embargo, tan a menudo sucumbimos a la seducción del pecado. Es tentadora… a veces, en el momento, pecar incluso parece correcto, bueno y sensato. No obstante, lo que a nosotras nos puede parecer «insignificante» o sin trascendencia, agravia al Espíritu (Ef. 4:30) y merece la plena ira de Dios (Ef. 2:3). Entonces, necesitamos pedirle a Dios una tristeza que provenga de Su parte respecto a todo nuestro pecado, la cual nos lleve de vuelta a Él, a aceptar y disfrutar de Su perdón misericordioso al arrepentirnos.

ESCOGE EL MEJOR CAMINO
En el Salmo 119:30, vemos que, en algún momento, se tomó una decisión: «He optado por el camino de la fidelidad».

Si somos sinceras, sabemos que no siempre tomamos esa decisión. Piensa en la última vez que te enojaste con alguien y lo trataste con frialdad o espetaste una respuesta afilada. O aquella vez en que le diste una mirada rápida a ese sitio web prohibido, solo para terminar en las fauces de su representación falsa y grotesca de la intimidad. Sin duda, se te ocurren varias cosas que has elegido que eran contrarias a lo que está escrito o lo que expresa el espíritu de la Palabra de Dios. A mí también. Al leer la Palabra de Dios y por experiencia personal, sabemos que los resultados a largo plazo de tales decisiones pueden ser devastadores.

¡Pero también sabemos que podemos optar por no pecar! 1 Corintios 10:13 nos dice que:

Ustedes no han sufrido ninguna tentación
que no sea común al género humano. Pero Dios
es fiel, y no permitirá que ustedes sean tentados
más allá de lo que puedan aguantar. Más bien,
cuando llegue la tentación, él les dará también
una salida a fin de que puedan resistir.

1 Corintios 10:13

Por el poder del Espíritu Santo y la gracia de Dios, podemos decir que no al pecado. Fuimos liberadas del pecado y su poder ya no nos domina (Rom. 6:22). Podemos escoger el mejor camino.

Esto no significa que no vayamos a luchar con nuestras tendencias pecaminosas. Aun cuando queremos hacer lo bueno, el mal sigue acompañándonos (Rom. 7:21), y a veces sucumbimos. Pero sí tenemos el poder de decir que no al pecado, y ese es motivo para gozarnos.

UN CORAZÓN DIVINAMENTE ENSANCHADO
En el Salmo 119:31, mientras se aferra a los testimonios del Señor, el salmista le pide a Dios que no lo avergüence. Así que él pone su esperanza en Dios, el cual «no avergüenza» (Rom. 5:5, RVR1960). Pero ¿cómo puede ser? Hay una pieza del rompecabezas del pecado que el salmista no podía conocer cabalmente… la pieza que marca toda la diferencia para ti y para mí.

Romanos 6 nos dice lo que el salmista sabía que «la paga del pecado es muerte» (v. 23), pero también destaca que nuestro pecado requirió la muerte del Hijo perfecto de Dios, Jesucristo. Jesús murió la muerte que nosotras merecíamos. Pagó el precio que nos correspondía. Él es la razón de nuestra libertad. Es el regalo de Dios que conduce a la vida eterna (v. 23).

¡Esta sí que es razón para regocijarnos! Jesús pagó la deuda que jamás hubiéramos podido pagar por nuestra cuenta… era demasiado grande. Sí, sabemos que tenemos el poder del Espíritu para decir que no al pecado… ¡qué libertad! Pero, como nos recuerda el texto de más arriba, cuando pecamos (y vamos a pecar), Jesús ya cubrió ese pecado con Su muerte. Recibimos gracia incluso por el pecado que escogemos. Esta no es ninguna excusa para pecar, sino que es causa de gratitud y gozo saber que el Señor nos ama tanto.

Ahora debemos tomar esa libertad y esa gracia, y vivir de manera digna de este maravilloso evangelio. ¡Tenemos que cantarnos: «Sublime gracia del Señor»! No podemos hacerlo por nuestra cuenta; por eso mismo Dios nos entrega más y más de Él, para que podamos tener el poder y la libertad de resistir el pecado y un camino hacia delante desde nuestras decisiones pecaminosas.

Cuando dejamos de lado el pecado que se aferra a nosotras, nos volvemos más parecidas a nuestro Salvador. Esta es una historia de gracia. Pecamos una y otra vez. Pero, como Jesús murió por esos pecados, somos libres del castigo y del poder del pecado, y recibimos todo lo que necesitamos para parecernos más a Él. Como personas que hemos sido liberadas de las cadenas del pecado, estamos siendo santificadas… cada vez más similares a Cristo. Estamos siendo transformadas de un grado de gloria al siguiente (2 Cor. 3:18).

Así que, la próxima vez que te veas tentada a pecar, recuerda este regalo. No obedecemos para ganarnos el favor de Dios. El favor ya es nuestro y fue comprado a un precio. En cambio, obedecemos porque amamos a Jesús y este amor nos impulsa a la obediencia. Obedecemos porque hemos escogido el camino de la fidelidad, hemos decidido seguir a Aquel que siempre es absolutamente fiel a nosotras.

Esto nos recuerda las palabras del salmista. Aquel cuya alma estaba postrada en el polvo (v. 25) termina la estrofa adorando a Dios por un corazón divinamente ensanchado (v. 32, RVR1960). Médicamente hablando, un corazón ensanchado no suele ser una buena señal. La Clínica Mayo observa que un corazón ensanchado «no es una enfermedad, sino más bien una señal de otra afección». Ahora bien, un corazón espiritualmente ensanchado sí es una señal de buena salud, pero de manera similar, cuando Dios ensancha nuestro corazón, esto es una señal de otra «afección»: una que se logra al guardar Su Palabra, comprometernos a «[correr] por el camino de [Sus] mandamientos» y descansar en Su gracia. Vemos una referencia similar en 1 Reyes 4:29: «Dios le dio a Salomón sabiduría e inteligencia extraordinarias; sus conocimientos eran […] vastos…». Cuando le pedimos a Dios sabiduría y entendimiento, Él nos los da con generosidad (Sant. 1:5), lo cual hace que nuestro corazón se ensanche.

Esto es algo que todas deberíamos anhelar. Hoy podemos pedirle al Señor que ensanche nuestro corazón, para que ya no nos quedemos postradas en el polvo que lleva a la muerte y la angustia, sino que corramos hacia la vida y recibamos un corazón ensanchado y lleno de la verdad. Dios, quien se deleita en darnos cosas buenas y es infinitamente fiel, no dudará en hacerlo.


Devocional de Sus testimonios, mi porción (B&H Español)

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