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PASAJE DEVOCIONAL: SALMOS 32:1-5

Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado. (SAL. 32:5)

S iempre que pienso en el perdón divino viene a mi mente la imagen de nuestro Dios como un pintor con una brocha empapada de pintura blanca, pintando de un blanco impecable las paredes sucias por nuestra maldad. Es maravilloso cuando nos sentimos perdonadas, y mejor aún, cuando sabemos que somos perdonadas. Una de las primeras cosas que recibimos al aceptar a Cristo es el perdón de todos nuestros pecados, y llegamos a descubrir cuán grande es el amor de nuestro Dios. Capaz de borrar y deshacer nuestras rebeliones, dán- donos así la certeza de poder vivir sin el peso de la culpa.

El salmista describe a una persona perdonada como a alguien que es bienaventurado. Sin embargo, hay un paso primordial que nos toca dar a nosotras para poder experimentar la bendición del perdón: la confesión. Muchas veces en nuestro andar cristiano, pasamos por alto la importancia que tiene esto para nuestra vida espiritual. Cuando confesamos nuestros pecados delante de Dios, abrimos la puerta para que Él entre a limpiar nuestro corazón.

Le estamos invitando a que arregle el desastre en nuestro interior. Reconocemos que le hemos fallado y que lo necesitamos desesperadamente. En cambio, cuando callamos y no confesamos algún pecado al Señor, nuestra alma comienza enseguida a sentir esa «sequedad del verano».

Cada vez iremos sintiendo más y más que necesitamos arreglar cuentas con Dios, pues en lo más profundo de nuestro ser sabemos que mientras sigamos callando, hasta nuestro cuerpo podría darnos señales de que todo nuestro ser necesita la libertad que trae el perdón. Y qué consuelo es saber que Dios está siempre dispuesto a perdonarnos, que no hay pecado tan grande que no haya sido pagado con Su sangre en la cruz.

Padre, gracias por Tu perdón

Un devocional de Devoción para el corazón (B&H en Español)

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