Skip to main content

Por Liliana González de Benítez

Cuando mi hija tenía cuatro años sufrió un ataque de asma muy severo y la tuvieron que enviar a la unidad de cuidados intensivos. Mi esposo y yo nos llenamos de pánico. Por más de una semana permanecimos en la sala de espera, desde donde podíamos escuchar su llanto. Rogamos a los médicos con insistencia que nos permitieran entrar a consolarla, pero no accedieron. Hasta que una noche, cuando la sala del hospital quedó en silencio, una enfermera le dio acceso a mi esposo, él entró a hurtadillas, se acercó con sigilo a la cama donde yacía nuestra pequeña, tomó su diminuta mano y en susurros le dijo: «Soy tu papi; estoy contigo». Al verlo, ella sonrió, cerró sus parpados cansados y durmió mientras él veló toda la noche su sueño. 

Si nosotros, siendo padres imperfectos, amamos tanto a nuestros hijos, ¡cuán inmenso es el amor de Dios, el Padre perfecto, que no escatimó ni a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros! (Rom. 8:32). Su amor es tan alto, largo, ancho y profundo que nuestras mentes finitas no pueden llegar a comprenderlo con plenitud. Pese a nuestras limitaciones humanas, el apóstol Pablo oró para que los creyentes efesios fuesen capaces de comprender la infinitud del amor redentor de Dios (Ef. 3:18). 

El apóstol Juan también escribió repetidas veces sobre esta gracia maravillosa que se nos ha concedido: «Miren cuán gran amor nos ha otorgado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios. Y eso somos. Por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a Él» (1 Jn. 3:1 NBLA). 

La Biblia hace una clara distinción entre Dios como Creador de todos los seres humanos, y como Padre de todos los creyentes.  Dios no es Padre de todos los mortales, solo aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios (Rom. 8:14). Hijos por nacimiento, porque el Espíritu Santo regeneró sus corazones caídos cuando creyeron en Jesús, y les dio nueva vida en Él (Juan 1:12-13). También son hijos por adopción, porque Dios en amor los eligió de antemano para adoptarlos como miembros de Su familia y acercarlos a sí mismo a través de Jesucristo (Ef. 1:5). 

¡Esta es una asombrosa realidad! Todos los creyentes disfrutamos de una relación filial con Dios por medio de Jesucristo. Y el Espíritu Santo que mora en nosotros nos hace clamar: «¡Abba Padre!». 

Tenemos un Padre perfecto 

Un Padre que ama sacrificialmente. «En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros» (1 Jn. 3: 16 RVR60). No es posible confundir el amor de Dios con ninguna otra clase o concepción de amor. El amor de nuestro Padre celestial «todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor. 13:7 LBLA). Su amor perfecto lo llevó a sacrificar a Su unigénito Hijo en la cruz para salvarnos del pecado y de la muerte (Rom. 8:2). 

Un Padre que nunca duerme. Dios no pestañea ni cabecea. Puede que nos sorprendan las calamidades, pero a Él nada lo toma desprevenido. Aún no hemos clamado: «¡Abba Padre!» y he aquí, ya Él conoce nuestras angustias (Sal. 31:7). Y no solo las conoce, sino que está en absoluto control de todo lo que nos ocurre. Providencialmente, Dios hace que las diversas pruebas que afrontamos en este mundo cooperen para nuestro beneficio (Rom. 8:28). Podemos descansar en medio de las circunstancias más agobiantes, porque «no se adormecerá el que [nos] guarda» (Sal. 121:3 LBLA). 

Un Padre cercano. Dios jamás está lo suficientemente ocupado como para no oír el clamor de Sus hijos. «El Señor está cerca de quienes lo invocan» (Sal. 145:18 NVI). «Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza; siempre está dispuesto a ayudar en tiempos de dificultad» (Sal. 46:1 NTV). Cuando nos sentimos solos, Dios está cerca. Cuando nos sentimos desesperados, Dios está cerca. «El Señor está cerca de los quebrantados de corazón, y salva a los de espíritu abatido» (Sal. 34:18 NVI).  

Un Padre que disciplina. La Biblia dice: «El que evita la vara odia a su hijo, pero el que lo ama lo disciplina con diligencia» (Prov. 13:24 NBLA). Nuestro bondadoso Padre nos ama tanto que permite que pasemos por pruebas y tribulaciones para ayudarnos a madurar y hacernos perfectos, sin que nos falte nada (2 Tim. 3:16-17; Heb. 12:6). Aunque nos causa dolor, Su disciplina es buena, porque lleva a la vida (Isa. 38:16).  

Un Padre en quien podemos confiar. A veces los padres hacemos promesas a nuestros hijos que no podremos cumplir, sin embargo ninguna de las buenas promesas de nuestro Padre del cielo ha dejado de cumplirse al pie de la letra (Jos. 23:14). Su Palabra es fiel y verdadera. Jesucristo afirmó: «Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que viene a mí, de ningún modo lo echaré fuera». (Juan 6:37 LBLA).  

¡Qué gloriosa promesa! La paternidad del único y verdadero Dios está disponible para todo aquel que declare abiertamente que Jesús es el Señor y crea en su corazón que Dios lo levantó de entre los muertos. «Porque con el corazón se cree para justicia, y con la boca se confiesa para salvación» (Rom. 10:9-10 LBLA).

Liliana González de Benítez es escritora y columnista cristiana. Su mayor gozo es proclamar la Palabra de Dios. Dirige el estudio bíblico de las mujeres en su iglesia y es autora del libro Dolorosa Bendición. Nacida en Venezuela. Vive en los Estados Unidos con su esposo y su hija. Puedes seguirla en sus redes sociales: FacebookInstagram y en su blog.

Leave a Reply

Hit enter to search or ESC to close