Por Aixa de López
Debo confesar que me acerco con cautela a los temas que tocan coronas, palacios, banquetes, reales, princesas y herencias. Vivo en un contexto en el cual se ha abusado excesivamente de la hermosa realidad teológica, acerca de nuestra nueva identidad como herederos en el reino de Dios. En mi contexto, no es escaso el evento de mujeres en el cual se nos repite que somos «princesas, amadas, escogidas y que deberíamos usar nuestra corona con la frente en alto», pero son muchos menos los espacios, en los cuales la luz enfoca al Verdadero Héroe y el verdadero beneficio eterno de Su obra terminada en la cruz del Calvario.
Confieso que me cuesta abarcar el tema de nuestra identidad, como hijas de este Rey bueno y eterno, porque no quiero reforzar ideas distorsionadas que nos dejen cómodas y enamoradas de nosotras mismas. Porque esto nos da la falsa idea de que no necesitamos asombrarnos de cómo fue posible para nosotras acceder a ese «título». Lo que resulta en que no haya una carga saludable en nuestro corazón de movilizarnos hacia los vulnerables y débiles. Por lo tanto, no hay un entendimiento de que los vulnerables reflejan fielmente lo que todos nosotros somos sin Cristo.
Al explorar la historia de David y Mefiboset (2 Sam. 9) es tentador enfocarnos simplemente en los datos superficiales y fantasear nosotras mismas, en cómo sería recibir la visita de algún abogado que nos diga «¡Tu vida está resuelta! Recibiste una herencia cuantiosa». Esto porque realmente el giro en la vida de este personaje fue profundamente dramático en todo sentido. Si lees los pasajes bíblicos en Samuel, podrás notar que Mefiboset formaba parte de un grupo de personas extremadamente vulnerables. Sí, era un hombre, pero no era un hombre que podía aportar básicamente nada a su entorno, por la falta de movilidad en sus piernas, no había capacidad de servir ni en el campo de batalla, ni en la siembra y cosecha Hasta este punto de su existencia, la Biblia nos dice que Mefiboset si tenía hijos, y esa era su riqueza, no sabemos mucho más acerca de su situación familiar. Al leer la Escritura, notamos un patrón recurrente, no muy distante de la realidad que vemos en nuestras ciudades modernas: vivir con discapacidad, era casi equivalente a vivir como mendigo, al margen de la verdadera vida de la comunidad.
Por otro lado, Mefiboset tenía una desventaja descomunal, la misma que irónicamente en su pasado representó un orgullo y la fuente de paz, y es que él pertenecía a la familia de Saúl. Mefiboset era descendiente de Saúl, quien fue un rey vanidoso, egoísta e insensato, quien a pesar de tenerlo todo, desconfió de Dios y trajo ruina a su familia. Saúl, aquel hombre de hermosísimo parecer cuyo interior no pudo ser más diferente. Saúl, el rey que el pueblo quería y que representaba esa independencia que como producto del pecado la creación de Dios persigue en su necedad. Saul el opuesto a David.
Ahora, David, el actual rey en el tiempo de Mefiboset, tenía un corazón que meditaba en el Señor, quien aún en medio de sus flaquezas sabía expresar con claridad un arrepentimiento genuino. El rey David, el hombre, conforme al corazón de Dios, quien se acordó de la promesa a su mejor amigo Jonatán de cuidar de los suyos.
El problema es que Mefiboset no conocía a David sino que sólo sabía que cualquier descendiente del antiguo rey era una amenaza para el actual rey. Además, lo único que Mefiboset había conocido toda su vida eran las historias de la vida de su familia en el palacio, y la horrible y súbita pérdida de todo aquello que tenían. Para Mefiboset el temor se había convertido en el estándar de su vida y la motivación para permanecer invisible.
Es de esperar que alguien con esa historia de origen, tan terrible, se llame, asimismo, un «perro muerto». Para Mefiboset, vivir era una espera de la siguiente adversidad. ¡Pero Dios tenía un plan! Lo interesante de esta historia es que del desierto en que Mefiboset vivia, Dios obró encargandose de cada detalle y dejando que Su carácter sea conocido.
David y Mefiboset se encuentran y vemos el despliegue de la fidelidad, del amor, sacrificial, de la fuerza de las promesas cumplidas y de velar por los demás, todo esto como como la muestra del evangelio para nosotros. Esta historia no es acerca de un pobre desvalido que se gana la lotería, es la historia de Dios, anunciándose en el antiguo testamento, a través de la figura del rey David, y de cómo planeaba salvarnos a nosotras, quienes sin poder correr hacia Él, creyendo mentiras acerca de nuestra identidad, nos escondíamos sin conocerlo, muertas de miedo. Por gracia el Señor nos hizo hijas en la obra de Cristo.
Solamente a medida que pasemos tiempo con nuestro Rey, el Señor, podremos profundizar nuestras raíces. Nuestra verdadera identidad cobra sentido en quien es el Señor y nos permite dejar atrás nuestra vieja herencia. En comunión con el Señor podemos empezar a convivir y comportarnos como es digno del evangelio de Cristo, y reflejar lo que ya se nos anunció como nuestra identidad, que es ser hijas amadas para siempre.
Aixa de López nacida y establecida en la ciudad de Guatemala. Es esposa de Alex López desde el año 2000 y madre de Ana Isabel, Juan Marcos, Evy y Darly Alejandra; dos por biología, dos por adopción, pero todos por gracia y ninguno como plan B. Es Diseñadora gráfica de profesión y escritora por vocación.