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Todavía me acuerdo de la época en que tomar fotos encerraba un factor sorpresa pues solo sabríamos cómo quedaron una vez impresas. Recuerdo la emoción de ir a recoger las fotos al lugar del revelado, abrir el paquete y contemplar el resultado que albergaba memorias de muchos buenos momentos. Al mirarlas unas veces quedaba contenta con lo que veía; otras, deseaba tener la oportunidad de tomar la foto otra vez, y en otras ocasiones (gracias a Dios no tan frecuentes), las fotos quedaban “montadas” porque el rollo no corrió bien y las imágenes se mezclaban. ¡Qué tiempos! No obstante, algo sí tenían todas las fotos en común, lo que veías era lo que habías fotografiado. No había filtros, al menos no al alcance de cualquier amateur, para cambiar la imagen al momento.

Entonces llegó la era digital, que nos deja ver las fotos y repetirlas si no nos gustan. Aparecieron los teléfonos inteligentes con sus cámaras cada vez más sofisticadas con efectos diferentes desde recortar la imagen hasta rejuvenecer un rostro y, por supuesto, las redes sociales para compartir las fotos al instante, y ¡con filtros! De modo que el mar puede ser más azul, el monte más verde, el sol más naranja o violeta, el rostro menos arrugado y más radiante, etc. El asunto ha llegado tan lejos que tenemos una etiqueta que dice #sinfiltro para que todos sepan que la foto es “original”.

Lo triste es que hemos transportado el hábito de los filtros a todo lo demás y estamos viviendo vidas “filtradas”. ¿Qué quiero decir? Que se nos ha hecho tan común adornar nuestra realidad y proyectarla como quisiéramos que fuera, y no como es en verdad, que no sabemos vivir de otra manera. Me explico.

Solo mostramos lo bueno. ¿A quién le gusta poner fotos cuando desaprueba un examen, se queda sin trabajo, se pelea con la novia/el novio, etc.? Todas las fotos que compartimos, por lo general, son de los buenos momentos: restaurantes, carros, paseos, ropa nueva, vacaciones, etc. Y, como dijimos, tenemos la capacidad de editar todas esas fotos. De modo que el producto final casi nunca es un reflejo genuino de la realidad.

Practicar esto poco a poco nos convierte en gente que vive una vida editada, filtrada, a todos los niveles: en nuestro trato con otros, en el trabajo, en la familia. Nos acostumbramos a no ser auténticos. Y con tal de mostrar esa vida “perfecta”, de fantasía, poco a poco nos mudamos a vivir una mentira.

Efesios 4:25 nos hace una clara exhortación: “Por tanto, dejando a un lado la falsedad, hablad verdad cada cual con su prójimo, porque somos miembros los unos de los otros”. ¡Qué palabras tan oportunas y directas! Pablo nos reta a dejar la falsedad. ¿Qué estoy queriendo decir, que no uses más los filtros en tu cámara o que no edites tus fotos, o tal vez que comiences a compartir fotos de malos momentos en tus redes? No exactamente. Estoy invitándote a no vivir una vida filtrada o editada, sino ser genuina en todo. El pueblo de Dios debe caracterizarse por esto. Si el Señor nos ha llamado a ser luz para mostrar el camino a otros, la autenticidad es crucial. Amar de verdad, perdonar aunque duela, servir de corazón.

Por otra parte, el vivir vidas editadas nos tienta a ocultar el pecado y no buscar el perdón y la restauración que vienen con la confesión. Olvidamos que, aunque podamos usar un filtro para cambiar la imagen de nuestra realidad, ¡con Dios esto no funciona!

El mundo digital nos hace creer que tenemos el poder para hacer de nuestra vida lo que queramos mostrar, y así nos engaña el enemigo del alma, pues aunque por un tiempo podamos sostener la mentira, ¡para Dios todo está al descubierto!   

“Y no hay cosa creada oculta a su vista, sino que todas las cosas están al descubierto y desnudas ante los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:13).

Amiga lectora, estamos llamadas a vivir en la luz, a ser luz. Sí, podemos crear fotos hermosas y mejorarlas cuando nuestras habilidades fotográficas quizá no sean expertas, pero no lo importemos a la vida y mucho menos al alma. Vivamos como Dios lo diseñó, en completa transparencia y autenticidad.  

Wendy Bello es esposa, mamá, y alguien cuya pasión es escribir y hablar sobre el diseño divino de Dios para nuestras vidas.

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