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Por Keila Ochoa Harris

Se dice que no hay una cruz más hermosa en el mundo que la Cruz de Lalibela, una de las reliquias de Etiopía. Hoy se conserva en Biet Medhani Alem, o el Hogar del Redentor del Mundo, una iglesia tallada en la roca, en la región de Amhara, Etiopía. La Cruz, que data del siglo XII, mide unos sesenta centímetros de longitud y pesa unos siete kilos. ¿Y por qué es tan bella? Por sus adornos y diseños que van mucho más allá de colocar dos vigas entrecruzadas que formen ángulos rectos.

Sin embargo, la cruz, en el primer siglo, no era algo que uno se colgara alrededor del cuello ni portara en procesiones, más bien, era un símbolo de humillación, dolor y castigo. Los malos recibían ahí su castigo. El padre del hijo asesinado veía ahí al malhechor que le había arrebatado lo más preciado. La mujer violada miraba ahí al culpable de sus desgracias. El hombre que había sido atacado y privado de sus posesiones podía señalar en la cruz al atacante.

Las personas seguramente desviaban la mirada de esos reos y criminales que solo recibían el pago de sus malos acciones. Yo, probablemente, no hubiera alzado mis ojos porque, sencillamente, no tolero mirar el sufrimiento ajeno.

De hecho, los amigos más cercanos a Jesús reaccionaron de diversas maneras cuando Jesús fue crucificado. Algunos brillaron por su ausencia. Los vemos en el jardín del Getsemaní y luego no oímos más de ellos hasta el día de la resurrección, cuando estaban todos reunidos, escondidos, en un aposento.

Pedro, por su parte, siguió de lejos a Jesús rumbo a su juicio, pero una vez que negó conocerlo, no leemos más sobre él hasta que corrió a la tumba para verificar que el cuerpo del Señor ya no estaba ahí.

Juan, el discípulo amado, es el único que estaba de pie junto a la cruz, acompañando a María, la madre de Jesús, y otras tres mujeres. ¿Qué habrá sentido al ver la sangre de Jesús en manos y pies? ¿Qué experimentó al escuchar su voz ahogada por el sufrimiento de no poder respirar profundamente? ¿Cómo supo que Jesús sabía que su misión ya había terminado y agregó las palabras en su Evangelio: «Consumado es»?

Seguramente, el apóstol no contempló una cruz bella, en el sentido estético. Probablemente, se utilizaba madera de mala calidad. Se ensamblaba con prisa y sin remover sus imperfecciones. Las astillas tal vez no se lijaban ni se evitaban. La cruz debía servir para su propósito: provocar el más intenso sufrimiento.

Siglos después, sin embargo, las personas crearon y siguen creando las más bellas artesanías en oro, plata y madera, con piedras preciosas y símbolos cristianos, para que la

gente decore sus casas o sus cuellos y muñecas con una cruz, pues aquel día, después de la Pascua judía en que Jesús cumplió su tercer año de ministerio, la cruz adquirió un nuevo sentido.

La cruz en sí misma no cambió. Ese método de tortura se erradicaría. Lo que ocurrió fue que, en palabras de un testigo ocular, ahí murió un hombre inocente de verdad, como nos dice Lucas, pero aún más, el Hijo de Dios, como declaran Mateo y Marcos.

Alguien tenía que morir, para que nosotros pudiéramos vivir. Y ese alguien debía ser santo, sin mancha, sin pecado, y ¿quién más sino el Hijo de Dios? Pero esa muerte, como lo indicaron los profetas, sería cruel y violenta, como la que se realiza en los mataderos de ganado. Sería también tramada por corazones perversos, pues sería el producto de la corrupción de la justicia en los tribunales y de la más profunda envidia y odio de personas religiosas.

Se llevaría a cabo con premura. Se escucharían burlas y desprecios. Se oscurecería el sol y se removería la tierra. Pero nadie olvidaría aquel día, ni los que estuvieron presentes, ni los que siglos después escuchamos la historia. No todos reaccionamos de la misma manera ante la cruz. No todos la vemos bella y necesaria.

Muchos hoy todavía la consideran un instrumento más de tortura o un símbolo religioso sin importancia para su día a día. Otros aún se preguntan de qué sirvió o para qué tanto alboroto. Unos más nos conmovemos hasta las lágrimas porque su belleza no está en sus palos atravesados ni en las esmeraldas que decoran la cruz de Tucker, por ejemplo, sino en Jesús.

Ese Siervo que creció en la presencia de Dios, y que no tenía nada hermoso o majestuoso en su aspecto, sobre todo aquel día de muerte y sufrimiento, pero que nos ha atraído hacia Él como el más radiante arcoíris, o la cascada más majestuosa, o la flor más colorida, pues se entregó por ofrenda de mi pecado, de tu pecado, de nuestro pecado.

Y por causa de lo que sufrió, hoy ha hecho posible que tú y yo seamos contadas entre los miembros de su familia, pues logró nuestra salvación mediante su angustia. ¿Cómo responderemos en estos días ante la belleza de Su cruz? ¿Nos ocultaremos en un aposento para evitar pensar en el dolor ajeno? ¿Seguiremos de lejos sus pasos, andando de puntillas ante los que sufren? ¿O, como Juan, nos colocaremos junto a la cruz para admirar su belleza y dar gracias a Jesús por su amor?

La cruz más bella del mundo no es la de Lalibela. La cruz más hermosa es la que reflejamos tú y yo cada vez que representamos al Señor Jesús en nuestro día a día, al estar junto a los que sufren y al vivir eternamente agradecidas por lo que sucedió hace más de dos mil años en la cruz del Calvario. Portemos con dignidad, humildad y valentía la belleza de la cruz.

Keila Ochoa Harris es una escritora mexicana con más de 20 títulos publicados. Escribe ficción para mujeres, niños y adolescentes, así como devocionales y libros de no ficción dirigidos a mujeres. Además de escribir, es educadora de corazón. Actualmente, vive en el norte de México con su esposo y sus dos hijos.

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