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Por Karla de Fernández

Hace muchos años acudí a un congreso para jóvenes donde por primera vez escuché acerca de ser misioneros. Allí nos compartieron sobre la bendición de poder ir a lugares lejanos a hablar acerca del evangelio, así como de servir a las comunidades a donde se va. Recuerdo perfecto que esa noche comencé a orar para tener la oportunidad de ser misionera, salir de mi comunidad, hacer discípulos de Cristo y, por supuesto, oraba también por si en algún momento me llegaba a casar, anhelaba que fuera con un misionero. 

Oraba continuamente por eso, pero los meses y años pasaron y jamás salí ni fui enviada a ninguna misión. Ese anhelo de ser misionera se fue apagando con el paso del tiempo, más aún cuando el hombre con el que me casé no tenía intención de salir al mundo a hablar de Cristo. Me convencí de que ser misionera, es decir, salir del lugar de residencia para ir a hablar con otros acerca de Cristo, hacer discípulos y servirles, no era mi llamado. Pero, ¿entonces cómo interpretar Mateo 28:19-20 y Hechos 1:8? ¿Ese llamado no es para todos? 

Vayan, pues, y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado; y ¡recuerden! Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.  

Pero recibirán poder cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes; y serán Mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra. 

Ciertamente hay un llamado a ir a las naciones lejanas para hablar de Cristo. Gloria a Dios por aquellos hombres y mujeres que dejan familias, comunidades y salen de su hogar para viajar cientos o miles de kilómetros para dar a conocer el mensaje de salvación a un mundo que no lo conoce. Hombres y mujeres quienes anuncian que la vida, muerte, resurrección y segunda venida de Cristo nos ha dado una vida nueva en esta tierra, pero también en la eternidad. Cristo nos ha salvado y nos ha hecho Sus testigos en esta tierra, Sus embajadores para anunciar Su nombre (2 Cor. 5:20).    

Sin embargo, ya que es poco probable que todas nosotras vayamos a países lejanos como misioneras, eso no es impedimento para serlo en nuestra comunidad y hacer discípulos de Cristo. Todos los días estamos en misión. ¿Qué significa esto? Todos los cristianos somos o podemos ser misioneros cotidianos en nuestro día a día. Todos los días podemos ser testigos de Cristo y hablar de Su obra en nuestra cotidianidad, en nuestros lugares de trabajo, en la universidad, en los colegios de nuestros hijos, en los parques y, por supuesto, con nuestros vecinos. 

Hablar de estar en misión podría llevarnos a pensar que se trata de subirnos a un autobús, pararnos ante una multitud en un parque para hablar el evangelio y llamar al arrepentimiento. Pero no necesariamente es así. Hablar de estar en misión diaria es un acompañamiento continuo a aquellas personas que, al igual que nosotras, necesitan a Cristo en su día a día, en sus labores diarias. Todos los días necesitamos de Cristo, todos los días necesitamos el evangelio, todos los días necesitamos guardar todo lo que Cristo nos ha mandado. 

El llamado de Cristo a la gran comisión nos indica que debemos hacer discípulos de Él, esto no se logra en una sola ocasión o en un llamado al arrepentimiento y no volvernos a ver. Ciertamente hay un día en específico donde sabemos que Dios nos llamó y nos dio nueva vida en Cristo, pero hacer discípulos de Él, requiere tiempo. Tiempo, paciencia y estar presentes; es decir, estar en misión para hablar y mostrar el evangelio todos los días. 

Misioneras en la comunidad 

Ser misioneras en nuestra comunidad es un regalo del cielo. Tenemos la oportunidad de hablar y modelar el evangelio a aquellos que están cerca de nosotros. Es un regalo del cielo, porque al Dios hacernos parte de Su familia y de Su cuerpo, también nos ha dado el privilegio de conocerlo a Él, conocerlo como Padre, como proveedor, consolador, sanador, sustentador y de muchas otras formas más. Cuando lo conocemos y nos sabemos amadas por Él, por supuesto que anhelaremos darlo a conocer al que vive en una isla desierta al otro lado del mundo, pero también a nuestra vecina que sufre una pérdida.  

Cuando entendemos que ser misioneras es dar a conocer a Cristo, Su obra en la cruz y que el Reino de Dios se ha acercado a nosotros, ya no nos enfocaremos en salir miles de kilómetros, sino en compartir de Él a todos los que —soberana y providencialmente— están cerca de nosotras. Los que comparten el día a día con nosotras, los que nos conocen de cerca y pueden ser testigos de lo que Dios hace en los corazones de las personas que han rendido su vida a Él. 

Tú y yo somos misioneras en nuestras comunidades. Tenemos el privilegio y la oportunidad de hablar de Cristo, pero sobre todo, de vivir de manera tal que aquellos que nos conocen no tengan duda de quién es nuestro Dios, Padre y Señor. Si cada día nos levantamos con la convicción de que podremos apuntar a otros a Cristo a través de nuestras conversaciones mientras esperamos a nuestros hijos que juegan en el parque, a través de nuestro servicio a aquellos que están enfermos, a través de la forma en la que nos dirigimos a los niños de nuestros vecinos, a través de la hospitalidad que brindamos a las mujeres que nos rodean … entenderemos que ser misioneros va más allá de cruzar fronteras.  

A veces solo necesitamos cruzar la calle para dejarle saber a alguien que, «de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna». (Juan 3:16) De esa forma podremos ser testigos en nuestros hogares, nuestras comunidades y, si Dios lo permite, hasta los confines de la tierra.  

Después de muchos años me doy cuenta de que las oraciones no tienen fecha de caducidad; nosotras podremos olvidarlas, pero Dios no. Mi esposo y nuestra familia no somos misioneros en un país lejano, pero hemos entendido que estamos en misión diaria, y eso nos ha llevado a amar más a nuestros vecinos, a hacerlos parte de nuestra vida cotidiana y, en la medida de lo posible, ser parte de sus vidas también. Vivimos en misión diaria en nuestra comunidad como familia, pero siempre acompañados de nuestra iglesia local.  

La vida de los creyentes en Cristo debe impactar en el día a día las vidas de los no creyentes; es probable que muchos de ellos no lleguen a una reunión dominical por sí solos, pero qué gran Dios tenemos que nos ha hecho parte de Su iglesia, de Su cuerpo y, a través de él, llevar a otros al conocimiento de Cristo. Dios nos ayude a ser fieles en la misión de que todo el mundo escuche acerca del Cristo que vivió, murió, resucitó y en algún momento volverá.


Karla de Fernández nacida en México, es hija y sierva de Dios por gracia, esposa y madre como privilegio. Tiene su blog desde donde comparte con las mujeres su pasión por la Palabra de Dios. Es la coordinadora de Iniciativas para mujeres Soldados de Jesucristo y dirige el podcast “Mujeres en Su Palabra.” Es la autora del libro “Hogar bajo Su gracia.” Puedes seguirla en BlogFacebook y Twitter.

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