Por: Keila Ochoa Harris
Mis recuerdos de infancia alrededor del Día de Muertos se caracterizan por la duda y el miedo. Por ejemplo, cada año en mi escuela se colocaba una ofrenda y se ponía la foto de un señor con bigote que le dio su nombre a mi colegio, y me preguntaba: «¿En verdad vendrá don Rafael, o las maestras se comerán el pan de muerto?». Años más tarde, miré la película Coco con mis hijos y surgieron preguntas similares: ¿Quién inventó esta celebración? ¿Por qué debemos pensar en algo tan incómodo como la muerte? ¿Dónde están los muertos?
Sin importar nuestra opinión sobre esta festividad, me parece indispensable responder a estas preguntas.
¿Quién inventó esta celebración?
Esta festividad no es de origen prehispánico, sino que fue instituida por la iglesia católica. El 1 de noviembre, conocida como el Día de Todos los Santos, se apartó para celebrar a los mártires cristianos desconocidos, con el objetivo de que no se quedaran sin intercesión. El 2 de noviembre, Día de Fieles Difuntos, se dedicó a quienes murieron sin cumplir con los requerimientos religiosos para llegar al cielo, y que, según la enseñanza católica, se quedaron en el purgatorio. Se aprovechaba para que, por medio de súplicas, las almas quedaran limpias de sus pecados y lograran la salvación.
Cuando los españoles llegaron a México en el siglo XVI, estas celebraciones resonaron bien con la población indígena que contaba con sus propios cultos a la muerte. La combinación de estas dos tradiciones, con el paso de los años, ha solidificado lo que es hoy una verbena popular donde las Catrinas pasean en las calles, se recitan «calaveritas» que son versos sobre los vivos en relación con el día de su muerte, y se comen dulces con forma de cráneos o pan que representa huesos.
¿Por qué debemos pensar en algo tan incómodo como la muerte?
El Día de Muertos y la película Coco nos recuerdan una verdad inevitable: todos vamos a morir, aunque evitemos pensar en ello. La muerte entró al mundo cuando Adán y Eva tomaron y comieron del fruto que Dios había prohibido pues «por medio del pecado entró la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres» (Rom. 5:12) y «la muerte reinó» (Rom. 5:14). Pero no nos gustaron los cardos y los espinos. ¿Y qué hicimos? Creamos incontables ritos y rituales para alejar a la muerte, o para, en nuestras fuerzas, intentar volver al Edén. ¿El problema? Nada de eso funcionó. Nada de lo que hicimos revertió la sentencia. Se necesitaba algo mayor que nuestros esfuerzos y la sangre de corderos. Se necesitaba algo mucho mayor.
Por eso Dios mismo, hecho carne, habitó entre nosotros en la persona de Jesucristo. ¿Y a qué vino? A cumplir la ley (Mat. 5:17), a llamar a los pecadores al arrepentimiento (Luc. 5:32) y a darnos abundante vida eterna (Juan 10:10). Cristo venció a la muerte para siempre y «la muerte ya no tiene poder sobre él» (Rom. 6:9). Podríamos decir que la contraparte al Día de Muertos es el Domingo de Pascua. En noviembre la gente piensa en la inevitabilidad de la muerte, pero en Pascua recordamos que Jesús «quitó la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad» (2 Tim. 2:10).
¿Y qué necesitamos hacer nosotros para apropiarnos de esta vida? Creer. Si bien la consecuencia del pecado es la muerte, el regalo que Dios nos da hoy es «vida eterna en Cristo Jesús» (Rom. 6:23). ¿Y qué se hace con un obsequio? No se paga, no se aporta al monto total, no se gana con favores, simplemente, se acepta. Jesús nos libra «de la ley del pecado y de la muerte» (Rom. 8:2), y una vez que creemos en Él nada —«ni la muerte, ni la vida»— (Rom. 8:38) nos pueden separar de Su amor.
¿Entonces, por qué hay muertos vagando que deben regresar el 2 de noviembre?
La película de Coco nos muestra un universo de calaveras parlantes y simpáticas buscando entrar y salir del mundo de los muertos para visitar a sus familiares, como si fuera un tipo de aduana que conecta ambos mundos.
En el imaginario mexicano diríamos que se compara a hacer un trámite de visa. Para ir de un lado al otro debes realizar pagos y cubrir requisitos, pero incluso con todo en orden, dependes del humor del cónsul y de un poco de suerte para obtener el preciado documento. Tristemente, quizá hemos trasladado estas imágenes a nuestra vida con Dios y pensamos que nos toca hacer todo lo posible de este lado —solicitudes y pagos en forma de penitencias y ofrendas— y «ver qué pasa».
La realidad es que, debido a nuestro pecado, necesitamos una «visa» para llegar a la presencia de Dios y esta cuesta, pero no la pagamos nosotros: la pagó Jesús en la cruz. Por lo tanto, la gracia de Dios nos salva por medio de la fe, pero no como resultado de nuestras buenas obras, ni dependiente del humor del Padre, «sino que es un don de Dios» (Ef. 2:8).
En otras culturas, la imagen de la muerte se parece más al cruce de un río. Algunas tradiciones religiosas enseñan que Cristo está al timón y nosotros nos encontramos en la nave, pero debido a que seguimos pecando, cuando morimos no estamos listos para llegar a la otra orilla, así que requerimos de que, los que se quedaron en la orilla, nos empujen con los remos largos de sus plegarias. La Biblia, sin embargo, enseña que Dios mismo nos guía «más allá de la muerte» (Sal. 48:14), y cuando venimos a Él en un acto de fe «la sangre de Jesús, su Hijo, nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7).
En otras palabras, cuando te subes al barco, nada te puede bajar de él, y no depende de nosotros el cruzar, sino del capitán del navío, Jesús mismo. Por eso, Jesús le dijo al criminal que fue crucificado a su lado: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Luc. 23:43). Jesús no pidió a los familiares del malhechor que intercedieran por él. Tampoco le dijo al ladrón que después de unos años de purificación finalmente lo podría ver. La palabra «hoy» resuena con fuerza: la promesa de Jesús no incluía un lugar medio antes de que el criminal se reencontrara con Él.
¿Qué hacer este 1 y 2 de noviembre?
Formulemos más preguntas y respondámoslas en comunidad. No evitemos las conversaciones donde se cuestione por la vida más allá de la muerte. La Biblia tiene todas las respuestas fundamentales al tema. Basta expresar nuestras inquietudes para, en conjunto, hallar las respuestas.
En la película Coco, un oficial de aduanas pregunta: «¿Algo para declarar?». Mi declaración es la misma de Job: «Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro…» (Job 19:25-27). Así que no festejo el Día de Muertos, pero sí pienso en la muerte, no como el final, sino como el paso necesario para estar para siempre con el Señor. Porque, así como Jesús le dijo al ladrón arrepentido: «…hoy estarás conmigo en el paraíso» (Luc. 23:43), confío en que, cuando llegue mi muerte, estaré con Él.
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