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[Amando lo que se conoce]

Jen Wilkin

El corazón, como lo describe la Escritura, es el asiento de la voluntad y las emociones. Es la parte que «siente» y «toma las decisiones». Permitir que mi corazón dirigiera mi estudio significaba que esperaba que la Biblia me hiciera sentir de cierta manera cuando la leyera. Quería que me diera paz, consuelo o esperanza. Quería que me hiciera sentir más cerca de Dios. Quería que me diera seguridad en cuanto a las decisiones difíciles.

Ya que quería que la Biblia despertara mis emociones, entonces dedicaba poco tiempo a libros como Levítico o Números, y mucho más tiempo a libros como los Salmos y los Evangelios.

Si consideramos el corazón como el asiento de nuestras emociones y nuestra voluntad, parece razonable que a menudo nos acerquemos a la Palabra de Dios y preguntemos: «¿Quién soy yo?» y «¿Qué debo hacer?». Estas preguntas abordan el corazón de forma exclusiva.

Nuestras mentes son el asiento de nuestro intelecto. Conectar nuestro intelecto con nuestra fe no se da de manera natural para la mayoría de nosotras. Vivimos en una época cuando la fe y la razón se describen como polos opuestos. En ocasiones, la iglesia incluso ha adoptado esa clase de lenguaje. Para algunas de nosotras, la fortaleza de nuestra fe se mide según cuán cerca de Dios nos sintamos en un momento determinado, cómo nos hizo sentir un sermón o un coro de alabanza o nuestro tiempo devocional.

Durante años intenté amar a Dios con mi corazón y descuidé mi mente, no reconocí mi necesidad de crecer en el conocimiento del «YO SOY». Cualquier estudio sistemático de la Biblia lo sentía mecánico, incluso como un acto de falta de fe o una admisión de que la iluminación del Espíritu Santo no era suficiente para mí. Pero se me escapaba la importante verdad de que el corazón no puede amar lo que la mente no conoce. Este es el mensaje de Romanos 12:2, no que la mente sola afecta la transformación, sino que el camino a la transformación corre desde la mente hacia el corazón, y no al revés.

La respuesta consiste en conocer a Dios, en amarlo con nuestras mentes. Nunca la expresión «conocerlo es amarlo» ha sido más veraz. Según crecemos en el conocimiento del carácter de Dios, mediante el estudio de Su Palabra, no podemos hacer otra cosa que no sea amarlo exponencialmente más. Esto explica la razón por la cual Romanos 12:2 afirma que nosotras somos transformadas por la renovación de nuestras mentes.

Llegamos a comprender quién es Dios y somos cambiadas; nuestros afectos se distancian de las cosas de menos valía y se conectan con Él. Si queremos sentir un amor más profundo por Dios, debemos aprender a verlo con más claridad por quién es Él. Si queremos sentir de manera más plena en cuanto a Dios, debemos aprender a pensar más a fondo en cuanto a Él.

El corazón no puede amar lo que la mente no conoce. Sí, es pecaminoso adquirir conocimiento por el conocimiento mismo, pero adquirir conocimiento sobre Aquel a quien amamos, porque queremos amarlo de manera más profunda, será siempre para nuestra transformación. Debemos amar a Dios con nuestras mentes, y permitirle a nuestro intelecto que informe a nuestras emociones, y no al revés.

Un fragmento del libro Mujer de la palabra: Cómo estudiar la Biblia con mente y corazón (B&H Español)

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