Por Liliana González de Benítez
Hace veinticinco años, mi esposo y yo sufrimos la dura experiencia de sepultar a nuestra hija. Recuerdo ir sentada en el asiento delantero del vehículo, rumbo a la unidad de cuidados intensivos, cuando sentí un dolor agudo en mi corazón. Era un presagio. En ese momento, sólo alcancé a decirle a mi esposo con la voz entrecortada: «nuestra bebé ha muerto».
Estoy segura de que existe una conexión espiritual entre una madre y sus hijos. No importa si ellos vivieron una hora, diez días o cincuenta años, el dolor de la pérdida no se va jamás; se aprende a convivir con él. Yo lo comparo con una amputación. Después de que una persona pierde un brazo o una pierna puede sentir como si aún el miembro estuviese ahí. Tras la muerte de mi hija, sentí por muchísimos años su piecito dando pataditas en mi vientre. Fue un dolor tan grande que perdí el deseo de existir.
Hurgaba una y otra vez en el umbral de la desesperanza, buscando respuestas. Luché con Dios; recuerdo preguntarle: «¿Por qué me la diste si me la ibas a quitar?». No entendía por qué un Dios bueno estaba permitiendo aquel intenso sufrimiento. Hasta que ocho años después, conocí a Cristo; Su luz me rodeó de tal manera que aprendí a rendirme a Su voluntad y a darle gloria cuando da, y cuando quita (Job 1:21-22).
Es verdad que no podemos entender por completo la soberanía de Dios, ni los planes que ha diseñado para cada una de sus hijas. En última instancia, «¿quién ha conocido la mente del Señor? ¿o quién llegó a ser su consejero?» (Rom. 11:34). Pero también es cierto que Sus planes pueden llegar a ser tan dolorosos que parecen injustos. En esas circunstancias, debemos voltear hacia la cruz, porque no ha habido ni habrá un sufrimiento más injusto que la muerte del santo Hijo de Dios. En la cruz, Jesús se dio a Sí mismo como ofrenda de expiación para lavar con Su sangre nuestras maldades.
Con esto en mente, quiero mostrarte tres maneras de abrazar bíblicamente el dolor de perder a un hijo.
1) Fija tus ojos en Cristo
Hay un pasaje en la Biblia que nos permite ver de una manera vívida cómo la muerte de Cristo traspasó a Dios. Fue como si la lanza romana que atravesó el costado del Hijo partiera en dos el corazón del Padre (Jn.19: 34-37). En Zacarías 12:10 se aprecia de forma asombrosa la conexión íntima entre Dios y Su Hijo:
«Y derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén, el Espíritu de gracia y de súplica, y me mirarán a Mí, a quien han traspasado. Y se lamentarán por Él, como quien se lamenta por un hijo único, y llorarán por Él, como se llora por un primogénito» (Énfasis añadido).
Esta profecía se cumplió cuando Cristo murió en la cruz. Después de Su resurrección, el Espíritu Santo fue derramado sobre los creyentes. Los cuales, profundamente conmovidos, se arrepintieron de sus pecados (Hech. 2:32-37). Dice el apóstol Juan en Apocalipsis 1:7 que cuando Jesús regrese en Su gloria todas las naciones se lamentarán por Aquel que fue traspasado.
¿Te das cuenta del vínculo indivisible entre el sufrimiento y la gloria de Dios? El dolor lúgubre y penetrante que trae la pérdida de un hijo nos debe llevar a fijar nuestros ojos en Cristo. El plan de Dios para Su propio Hijo fue «Quebrantarlo, sometiéndolo a padecimiento» (Isa. 53:10). Y, a pesar de que Su muerte le causó un dolor indescriptible, fue parte de Su plan redentor desde el principio.
Dice el profeta Zacarías que el día en que Jesús fue traspasado «se abrió una fuente para lavarnos del pecado y de la impureza» (Zac. 13:1). Jesús tomó para Sí mismo el mayor de los dolores (la irá de Dios) para librarnos a nosotras y a nuestros hijos creyentes de sufrir eternamente.
2) Agradece a Dios por darte a Cristo
La muerte de un hijo nos rompe tanto por dentro que llegamos a identificamos con los padecimientos de Cristo, nos dolemos por Su muerte y abrimos los ojos a la inmensidad de Su amor por nosotras. Este conocimiento nos mueve a arrepentirnos de nuestros pecados y a agradecer desde lo más profundo del corazón el hermoso regalo de Su salvación.
3) Aférrate a la esperanza de resurrección
La muerte de nuestros hijos no es el final de la historia. La muerte ha sido devorada por la victoria. Y aunque el llanto dure toda la noche, con la mañana de resurrección llegará la alegría para todas las madres cristianas que lloramos la muerte de nuestros hijos.
Liliana González de Benítez es Licenciada en Comunicación Social, escritora y maestra de la Biblia. Actualmente, cursa estudios en The Southern Baptist Theological Seminary para obtener una Maestría en Divinidad. Su pasión es escribir para exaltar la hermosura de Cristo. Nació en Venezuela. Hoy vive en Estados Unidos con su esposo Gregorio y su hija Julia. Liliana de Benítez sirve en el Misterio de Mujeres en su iglesia local.
Su propósito con la enseñanza y la escritura es equipar a las mujeres con herramientas bíblicas, para que sean transformadas a la imagen de Cristo y honren a Dios con sus vidas. Para leer sus artículos, escuchar sus podcasts y ver todo su contenido cristiano, síguela en su blog vivelapalabra.com y en sus redes sociales.