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DENNAE PIERRE

Hace unos años, mi familia recibió a tres mujeres haitianas y a sus hijos de una iglesia en nuestro vecindario. Estas mujeres y sus hijos habían llegado a Estados Unidos apenas el día anterior, cruzando desde Guatemala por la frontera de Arizona. Habían perdido todo en el terremoto en Haití en 2010, y después de pasar seis años en un campamento para refugiados en Guatemala, su familia en Estados Unidos ahorró lo suficiente como para traerlos al país.

En la frontera de Arizona, pidieron estado de asilo, les pusieron tobilleras y los trajeron a una iglesia mientras esperaban que un ómnibus los llevara a Nueva York para quedarse con su familia. Allí, esperarían su turno con el tribunal, donde se decidiría si se les deportaría o si se les otorgaría asilo. Nuestra familia los hospedó varios días antes de que siguieran rumbo al norte.

Las mujeres nos hablaron de su largo viaje por el bosque y el desierto. Una lloraba mientras abrazaba más fuerte a su hijita, sentada en su falda, y nos dijo que su viaje había empezado junto con su esposo y la hermana melliza de la pequeña que tenía en brazos. Nos contó cómo, en el transcurso de un día, quedaron separados en el bosque. Ella y una de las mellizas llegaron a la ciudad próxima. Su esposo y la otra hija jamás llegaron.

Al tiempo, se enteró de que su esposo y la otra hija habían sido atrapados y detenidos, y se les enviaría de regreso al campamento para refugiados en Guatemala. Mientras se secaba las lágrimas, nos transmitió su deseo desesperado de que la hija que había quedado atrás no creyera que su madre había elegido a su hermana para llevarla a un lugar seguro en vez de a ella. Hizo una pausa… y luego prorrumpió en lamento y alabanza al Señor porque su esposo y su otra hija estaban vivos y juntos, aunque los extrañara terriblemente. Las otras mujeres lloraron y alabaron a Dios con ella.

Estaban sentadas alrededor de nuestra mesa con el cuerpo agotado, los pies hinchados, un futuro incierto y bebés que lloraban. En poco tiempo de estar con ellas, pudimos percibir su anhelo de un futuro lleno de promesa, pero también el peso aplastante de saber que lo más probable era que su deseo no se cumpliera y que terminaran deportándolas. En las historias de estas mujeres, pude ver esperanza, dolor, gozo y angustia, y mi fe se fortaleció al ver su confianza en que Dios seguía estando a su lado.

Mis hijos se quedaron sentados escuchando a nuestras invitadas. Apenas una generación atrás, la familia de mi esposo estaba en Haití y mi propia madre, en Honduras. Somos una familia de inmigrantes, y estas queridas hermanas señalaron a mis hijos y dijeron que nuestra familia representa lo que ellas anhelan para sus hijos en el futuro.

CUANDO IRRUMPE LA LUZ DE DIOS

Cuando llegues a la sección de caf en el Salmo 119, y empieces a meditar en los versículos 81‑88, aborda este pasaje teniendo en mente la escena que describí alrededor de nuestra mesa. En una situación similar a mi fin de semana con estas hermanas de Haití, este salmo te invita a dar testimonio del dolor y las angustias de otros. Está pensado para despertar en ti imágenes e historias de tu propio dolor, de los sufrimientos de aquellos a los que amas y las luchas que amenazan con aplastar a tus vecinos, tanto en tu propia ciudad como en todo el mundo. Siempre que llegamos a estos momentos donde vemos la luz de Dios irrumpir en las tinieblas de la dificultad, la angustia y la muerte, pisamos terreno santo.

UN ANHELO DE SALVACIÓN

Con ansia espero que me salves; ¡he puesto mi esperanza en tu palabra! Mis ojos se consumen esperando tu promesa, y digo: «¿Cuándo vendrás a consolarme?». Aunque soy un viejo inútil y olvidado, no me he olvidado de tus leyes (vv. 81‑83, DHH).

La enfermedad, la muerte, la violencia, la pérdida, el dolor, la traición, la injusticia y la opresión no es lo único que nos aplasta y nos abruma. El sufrimiento se experimenta de manera mucho más profunda debido al deseo humano de alivio de estas cosas que nos aplastan. El anhelo de salvación es profundo dentro de cada uno de nuestros huesos. Es este anhelo de rescate lo que causa la puntada más aguda de dolor en medio del sufrimiento.

Los individuos y las comunidades enteras no pueden evitar luchar contra el peso del sufrimiento. Si no lo hacemos, es un peso que nos aplasta y termina por extinguir nuestra vida, porque sin esperanza tan solo existimos, no vivimos. No obstante, empujar contra estos pesos nos debilita los brazos y desgasta nuestro corazón. Si tan solo supiéramos cuánto durará esta carga, tal vez podríamos perseverar y no cejar, pero el sufrimiento nos resulta insoportable cuando no parece haber final a la vista. Sin embargo, de manera paradójica, el sufrimiento puede amplificarse extrañamente ante la posibilidad del consuelo y el rescate.

Entonces, el salmista comienza esta estrofa declarando que su alma espera «con ansia» la salvación. Otros traducen el versículo 81 con expresiones más fuertes:

«Esperando tu salvación se me va la vida» (NVI).
«Desfallece mi alma por tu salvación» (RVR1960).
«La vida se me escapa, la vista se me nubla, esperando
que cumplas tu promesa de venir a salvarme» (TLA).
«Siento que me muero esperando tu salvación» (RVC).

El salmista se siente como un odre al humo; está seco, se siente inútil y sin nada para ofrecer. Casi que podemos oír la desesperación y la desesperanza, pero él sigue adelante a pesar del dolor porque espera en la Palabra de Dios. Hace mucho que siente que su sufrimiento lo dejará agotado y sin nada más para dar, pero sigue aferrado a la Palabra de Dios y espera a que su Dios lo reconforte.

La transformación sucede cuando permanecemos en Dios incluso mientras permanecemos en el sufrimiento. ¿Cuán a menudo nos encontramos con el sufrimiento y queremos evitarlo? Empezamos a buscar nuestros propios caminos de salvación. Nos adormecemos o nos distraemos e intentamos con desesperación encontrar una estrategia de salida. Nos ofrecemos unos a otros frases trilladas comunes entre los cristianos, pero minimizamos, ignoramos o desestimamos lo que sucede. En cambio, cuando nos damos cuenta de que debemos permanecer en nuestro sufrimiento y de que por ahora no hay escape, perdemos la esperanza en la salvación de Dios. El cinismo se instala y el dolor se transforma en nuestra nueva identidad. El salmista no comete ninguno de estos errores. No huye del sufrimiento ni pierde de vista a Dios. Sigue esperando, aun si debe esforzar la vista mientras espera que Dios lo rescate.

¿Cómo permanecemos cerca de Dios a través del sufrimiento? El salmista nos muestra la manera: a través de la oración y la Palabra. Mientras clama a Su Dios vivo, se amarra a la Palabra de Dios; y mientras espera que Él lo salve, la oración mantiene sus dedos firmemente aferrados a la soga que lo sostiene. Se aferra a la Palabra de Dios, agotado, sabiendo que el Dios vivo es quien sostiene el otro lado de esa soga y que este Dios lo librará, porque Su carácter se lo exige.

Dios es un Dios que se metió en medio del dolor, el sufrimiento y la tribulación de Su pueblo y los sacó de la esclavitud para incluirlos en Su propia familia. Dios es un Dios que los formó y los bendijo y que seguirá liberándolos porque ese es el Dios que es. Dios es un Dios cuyos estatutos revelan Su carácter: el carácter de un Dios que tiene un largo historial de actuar con justicia, pureza, gracia y misericordia para con Su pueblo. Como lo sabe, el salmista se aferra al Señor y clama a Él mientras aguarda con esperanza.

LOS POZOS MIENTRAS ESPERAMOS

En los versículos 84‑87, el salmista revela la profundidad de su sufrimiento. Los insolentes lo persiguen y lo rodean, por poco lo «borran de la tierra». Conoce íntimamente la opresión —lo que se siente al estar rodeado de arrogantes y lo que significa sentirse aplastado por la maldad—, y la angustia y la vergüenza lo han hundido.

Cuanto más sufrimos, más pozos encubiertos encontraremos. Al vagar por el desierto del sufrimiento durante un tiempo prolongado, empezamos a tener calor y a sentirnos agotados y desgastados. Nos sentimos solos y anhelamos desesperadamente una salida.

Algunos pozos los cavamos nosotras mismas, al tomar buenas dádivas de la creación de Dios y distorsionarlas para transformarlas en un medio para nuestra salvación. Estos pozos de idolatría proporcionan un alivio temporal, mientras que nos llevan a la muerte. Sin embargo, algunas encuentran sufrimiento en medio de sistemas y poderes que han cavado pozos. Los débiles, los cansados y los que tienen pocos recursos, que a menudo están escondidos de los demás, terminan siendo tragados por estos peligros. Exhaustos, desgastados y solos, estos transeúntes se encuentran atrapados al fondo de un pozo, esperando.

Un milenio después de que se escribiera este salmo, Jesús llegaría a estos pozos y declararía a las prostitutas, a los cobradores de impuestos, a los poseídos por demonios y a los pobres atrapados allí que el reino de Dios estaba entre ellos y que Él sería la salida de esos pozos. Muchos habían pasado junto a estos marginados y habían visto que estaban atascados en un pozo. La mayoría de sus vecinos creían que esta gente merecía estar ahí; muchos se habían acostumbrado tanto a pasar junto a ellos que empezaron a ignorar directamente su existencia. Algunos más amables les arrojaban un par de monedas y seguían su rumbo, mientras que los más crueles les escupían y maldecían. Pero nadie se había ofrecido a levantarlos y a volver a poner sus pies sobre terreno firme. No es ninguna sorpresa que, cuando Jesús llegó, los vio y les ofreció bondad y salvación, ellos se sentaran a Sus pies y los lavaran con lágrimas y besos (Luc. 7:36‑50).

La buena noticia que Jesús declaró al pararse sobre esos pozos, y anunciar que el reino había llegado, era que ya no era necesario que estas personas siguieran atrapadas en los pozos de destrucción y desesperación. Ya no tendrían que vagar por el desierto, débiles y solos, intentando no caer. ¡Había llegado la salvación! Jesús no había venido simplemente a extender la mano con amabilidad dentro del pozo, para ofrecerles a aquellos que todavía tuvieran algo de fuerza una salida, sino que Él mismo había entrado a los pozos de la humanidad. Descendió hasta el fondo. Reiría, lloraría, dormiría y descansaría entre amigos. Sanaría, restauraría y renovaría. Moriría en la cruz y entraría al más profundo de todos los pozos, y tres días más tarde volvería a levantarse, liberando a los cautivos y llenando los pozos con un nuevo reino que ofrece salvación solo en Cristo.

El Dios al que adora el salmista es el Dios que creó los cielos y la tierra. Es el mismo Dios que llamó a Abraham, a Isaac y a Jacob, y que los bendijo para que fueran de bendición. Es el mismo Dios que libró a Su pueblo de la esclavitud en Egipto y que los transformó en una gran nación. El salmista confía en el Dios que estableció un reino en Israel y que prometió una salvación que llegaría a los confines de la tierra y a las profundidades más insondables. Lo que sostiene la esperanza del salmista en medio del sufrimiento solo puede encontrarse más atrás, en las muchas obras maravillosas del Dios que ha probado Su fidelidad una y otra vez, y también más adelante, en la esperanza de la sanidad, la restauración y la renovación que vendrán cuando este Dios fiel lo libere a él y a todo su pueblo. Y hoy, podemos decir lo mismo.

AFÉRRATE A SU ABRAZO

No hay mejor versículo para cerrar nuestra meditación sobre este pasaje que el último de la estrofa caf: «Por tu gran amor, dame vida y cumpliré tus estatutos» (v. 88). Otra traducción declara: «Dame vida, de acuerdo con tu amor, y cumpliré los mandatos de tus labios» (DHH). Hay un sufrimiento que nos aplasta y nos despoja. Hay sistemas y pesos de opresión que nos abruman y amenazan con extinguir la esperanza. Hay relaciones que parecen estar más allá de la restauración. Hay dolores y pérdidas que dejan cicatrices en nuestro corazón y nuestras vidas. Para mezclar mis metáforas, hay una oscuridad opresiva que parece devastar nuestras ciudades como un huracán que va dejando una estela de destrucción. A menudo, miramos todo este sufrimiento y nos abruma nuestra impotencia, debilidad y soledad.

Sin embargo, podemos soltar las herramientas que usamos para abrir nuestros propios caminos a la salvación y aferrarnos en cambio al abrazo del Dios cuyo «gran amor» lleva sobre Su propio cuerpo cada cicatriz, herida y golpe que nos ha tocado recibir. Esta hermosa verdad, manifestada en nuestras vidas de innumerables maneras, es la que nos llena de esperanza y de gozo. Y es suficiente para andar guiados por los testimonios de Dios, aun mientras sufrimos y esperamos, porque en estos testimonios es donde nuestra esperanza es restaurada.


Devocional de Sus testimonios, mi porción (B&H Español)

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