Por Esther St. John
Ser madre es uno de los milagros más hermosos que Dios ha hecho en mi vida. A través de ella, Dios me ha enseñado que es posible amar a alguien lo suficiente como para dar tu propia vida por esa persona. Pero también me ha enseñado que es posible amar a alguien que hiere tu corazón constantemente. Especialmente a través de la desobediencia. La desobediencia es como una bofetada en la cara, que te invita a tener una relación cercana con el problema, como si te sientan a tomarte una taza de café con el conflicto y dura un buen rato hasta resolverlo. Es frustrante. Es dolorosa. Incluso en la presencia de la desobediencia, es tentador ignorarla para preservar la utopía de una relación intacta y duradera. Todo con el deseo de continuar como si nada estuviera pasando.
Recuerdo la primera vez que discipline a mi hijo de 2 años de edad. Mi «perfecto bebé» se había convertido en una máquina de berrinches, pataletas, demandas e inclusive intentos de darle manotadas a mamá y a papá en público en múltiples ocasiones. Al punto que ya era suficiente. Debíamos hacer algo al respecto. Después de tener una conversación con mi esposo, ambos decidimos que las palabras ya no eran suficientes para hacer que nuestro hijo entrara en razón y entendiera las consecuencias de sus acciones. Fue allí donde decidimos comenzar a usar la vara de corrección. Después de la primera aplicación, mis lágrimas corrieron por mis mejillas mucho antes que las de mi hijo. Me sentí la peor madre del mundo. El temor de perder el amor de mi hijo y romper nuestra relación inundo mi corazón. No quería que mi hijo tuviera miedo de su madre pero que supiera que las reglas eran necesarias para preservar la armonía de la relación. Sin embargo, se me hacía difícil ver la corrección como un acto de amor hacia mi hijo. Por alguna razón el pasar por alto su rebeldía me parecía más amoroso cuando en realidad la Biblia dice todo lo contrario. Proverbios 13:24 dice «El que detiene el castigo, a su hijo aborrece; más el que lo ama desde temprano lo corrige». Esta situación me hizo pensar en el hecho que como cristianos tendemos a responder de la misma manera en cuanto a nuestra relación con Dios. Tendemos a ver las reglas y la corrección como algo negativo cuando en realidad los mandatos de Dios fueron establecido para traer unidad entre Dios y nosotros, y la comunidad.
Jen Welkin en su libro Diez Palabras Que Dan Vida nos presenta una imagen de la dificultad que tenemos en encontrar una relación sana entre la gracia y el cumplimiento de los mandamientos. A partir de este problema es que surge la afirmación popular «El cristianismo no se trata de reglas, se trata de relación»1. Esta afirmación suele usarse para magnificar la gracia de Dios y minimizar el énfasis de la obediencia de la ley. Sin embargo, Jen afirma que el cristianismo si se trata de una relación íntima y armoniosa con Dios y Su pueblo, pero tales relaciones están necesitadas de reglas que nos ayudan a vivirlas y desarrollarlas de la mejor manera2. En lugar de temer que nuestra relación se rompa por causa de las reglas, ellas mismas permiten que podamos tener una relación sólida y saludable. Sin ellas, estaríamos rodeados de caos. ¡Sería imposible establecer si quiera una conversación entre dos personas! Es por eso que las reglas de comunicación existen.
Al meditar en los mandamientos, nos damos cuenta de que los primeros tres mandamientos están enfocados en Dios y Su ley, y el resto están orientados en la relación con la comunidad. Dios estableció los mandamientos como una invitación a acércanos a Él y saber cómo relacionarnos con Él. Porque al saber cómo relacionarnos con Él, podemos usar esa relación como ejemplo para relacionarnos los unos con los otros. Por el contrario, al rebelarnos contra Dios estamos rechazando la relación armoniosa con Dios. Una vez rechazada la relación con Dios, es imposible tener una relación armoniosa entre seres humanos. El no amar a Dios se ve manifestado en la falta de amor que le mostramos a los demás. El tener otros ídolos nos lleva a usar a las personas como puentes para llegar a donde realmente queremos. El usar el nombre de Dios en vano nos lleva a atribuirle a Dios características humanas caídas y dar a otros un mal testimonio de quien es el Señor en verdad. Deleitarnos en el cumplimiento de la ley solo muestra nuestro deleite en saber quién es Él. Deleitarnos en el cumplimiento de la ley nos lleva a amarnos los unos a los otros como Dios ya nos ha amado primero.
En cuanto a mi hijo, está de más decir que el temor de perder su amor a causa de la corrección era irreal. La relación con mi hijo se profundizo con la instrucción y la corrección. Esto trajo claridad, unidad y gozo al ver a mi hijo escuchar y obedecer de manera intencional (no perfecta) pero progresiva. Mi hijo está aprendiendo a reconocer que la voz de papá y mamá son voces de autoridad consistentes en las que él puede confiar y aprender a respetar. Es mi anhelo que él pueda usar su relación con nosotros como base para entender su propia relación con Dios en el futuro y que esto beneficie y construya relaciones saludables con las personas que le rodean.
1 Wilkin, Jen. Diez palabras que dan vida. (B&H Español, Octubre 2021). Pág. 13
2 Ibid.