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Por: Aixa de López

Vi su silueta canada del otro lado de la puerta de vidrio; del otro lado, donde cada vez que cruzo dejo de ser extranjera.

Él me cobijó con su nombre hasta que me entregó en el altar, pero su abrazo protector nunca me falta. Regresando de sepultar a la mujer cuyo vientre fue usado para traerlo al mundo, aún de negro, se paró a esperarme. Su sonrisa cansada me dio la bienvenida. Como un millón de veces antes. Su sonrisa fue -y en muchas maneras- sigue siendo, mi hogar. Después de recorrer el mundo se necesita regresar a donde uno encaja perfectamente cuando abraza. Donde uno ha sido recibido ese millón de veces antes.

Por eso cuesta tanto la despedida. Porque uno quiere siempre regresar. Ella se debilitó poco a poco, y empezó a rehusar comer. Es claro que al final de la carrera, el discípulo sabe que el verdadero hogar llama y es lo único que al final desea ¡bendito sea Dios! Se nos va muriendo el apetito por este mundo para incrementar el hambre por lo eterno.

Mi papá se despidió con un “hasta mañana”, se fue a su casa, se cambió, pero luego de un momento sintió que debía regresar; volvió a ponerse la ropa y se fue, porque ella y su abrazo eran su hogar… donde desde niño encajaba perfectamente. Y era hora de un adiós más largo. Ya no habría otro “hasta mañana”.

Ella murió con las caricias de su hijo en la frente y las voces de sus hijas en el oído, como siempre debería ser.

“Perder un padre nunca es tan duro como crecer sin uno”… eso precisamente oí en la conferencia de la cual tuve que regresar. Digo “tuve” porque el amor obliga (impulsa, jala, llama) y estar presentes para celebrar y llorar juntos es de lo más importante, porque así es como contamos una historia mayor. Una que cuenta del Dios que dio su Hijo, su Único, para costear nuestra adopción. Me he equivocado demasiadas veces. Confieso que me ha faltado amor. Tuve que regresar. Quise regresar.

Entre ir y venir, aeropuertos y pasaportes, veo a mis niñas pequeñas… las que nacieron en mi corazón… ¡Qué gran viaje el de la adopción! Un trayecto intenso de un extremo en el que se sobrevive en la mentira de la autosuficiencia hasta el otro extremo, en donde se aprende a confiar y descansar en que alguien vela por uno y lo ama, no porque lo merezca sino a pesar de todo. Donde uno va dándose cuenta de que tiene opción de ir acomodándome a un abrazo hasta que encaja perfectamente, y poco a poco se va volviendo el lugar al cual quiere regresar. De extraños a entrañablemente defendidos.

Y todo habla de Él. Ese sentimiento de vacío y esa tristeza profunda que no termina de irse, indican que añoramos nunca ser dejados. Añoramos lo correcto, porque lo añoramos a Él. Aún sin darnos cuenta, no concebimos historias sin final feliz, y es porque el final feliz es Él. Todo apunta a una eternidad adquirida con sangre, donde nuestros corazones naturalmente huérfanos dejan de serlo, confían perfectamente y gozan a Su Padre para siempre, sin decir adiós nunca más. El final Perfecto sólo puede ser Él, porque sólo Él no tiene final.

Nacimos para pertenecer a alguien que diga “mío”. Estamos hechos para ser anidados en el vientre, en los brazos, para ser hogar unos de otros, para nacer deseados y morir acariciados… Para esperarnos detrás de las puertas del aeropuerto y dejar de ser extranjeros. Para ser abrazados hasta encajar. Para nunca más decir adiós.

«No temas, que yo te he redimido; te he llamado por tu nombre; tú eres mío.» -Isaías 43:1

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