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SALMO 119:1‑8

Por JAMIKA MUNN

Hemos recorrido muchos caminos en nuestra búsqueda de la felicidad.

Algunas hemos tomado el camino de la carrera perfecta o el camino al romance, tal vez saltando de relación en relación. Otras hemos probado la esfera social, asistiendo a todos los lugares de moda, teniendo la ropa más linda y buscando el estrellato en los medios sociales. Muchas nos repetimos constantemente que, si tan solo tuviéramos más logros o posesiones materiales, por fin seríamos felices.

¿No sería maravilloso si eso fuera verdad?

La felicidad es un sentimiento o experiencia que todos en la tierra buscan o fingen tener (o ambas cosas). Todas la anhelamos y la buscamos. Sin embargo, lo que suelen vendernos los medios, los libros y la opinión popular como felicidad ha probado ser algo ordinario e insatisfactorio. Si somos sinceras, esto dificulta saber dónde se encuentra la verdadera felicidad. Sin embargo, la verdad es que Dios sí nos creó para que fuéramos felices. El problema es que buscamos la felicidad fuera del diseño de Dios, lo cual nunca funciona. Gracias a Dios, Él ha revelado el verdadero camino a la felicidad, y podemos estar seguras de que nos guiará allí. El principio de este salmo nos muestra el camino.

Dichosos los que van por caminos perfectos, los que andan conforme a la ley del Señor (v. 1).

Observa la palabra «dichosos». La dicha se refiere a un estado de felicidad pleno. Es más que una felicidad circunstancial; es un estado de felicidad que depende de nuestra relación con Dios. Vemos que el mismo término se usa en el Salmo 1 y en las Bienaventuranzas (Mat. 5). Las personas piadosas son personas felices. En el primer versículo del Salmo 119, el salmista le atribuye la felicidad a ir por un camino perfecto y andar conforme a la ley del Señor. Para simplificarlo, la felicidad es un patrón habitual si vivimos según la instrucción del Señor.

Podríamos verlo como dos caminos que se extienden frente a nosotras. Uno está lleno de culpa y vergüenza, mientras que el otro está pavimentado con libertad e inocencia. La persona que toma el segundo camino entiende que la Palabra de Dios tiene plena autoridad sobre todas las cosas, sin importar cuál sea su opinión personal o sus sentimientos.

Al considerar esto, es sabio que examinemos con cuidado nuestro corazón para evitar declarar que vamos por un camino perfecto aunque no sea así. Consideremos lo que significa «perfecto». Ser perfecto implica ser hallado sin falta ni culpa.

Según la Escritura, sabemos que ninguna de nosotras puede ser perfecta por mérito propio. Aun nuestros logros más nobles y mejores no logran que estemos a cuentas con un Dios santo. La Biblia declara que «no hay un solo justo, ni siquiera uno» (Rom. 3:10). En última instancia, un camino perfecto requiere que seamos intachables y ¡solo Cristo puede serlo! Jesús es el único que fue verdaderamente dichoso porque fue perfectamente intachable. Podemos compartir esta dicha al entender que la perfección de Cristo se le acredita a cualquiera que confía en Él. En Cristo, podemos ser consideradas intachables ante Dios. El camino a la felicidad es confiar en Cristo, ¡el cual es perfecto por nosotras!

GUARDAR LOS MANDAMIENTOS

Bienaventurados los que guardan sus testimonios (v. 2, RVR1960).

Cuando era pequeña, nuestra iglesia tenía un servicio llamado Noche de gozo. Todos los viernes por la noche teníamos Noche de gozo, y la congregación se reunía a cantar y testificar de la bondad del Señor. Si alguna vez fuiste a una iglesia negra, sabrás lo emocionantes que pueden ser las reuniones de testimonios. Los testimonios siempre eran variados: desde alguien que se sanaba de alguna enfermedad a otro que recibía dinero inesperado para pagar alguna cuenta. Escuchábamos horas de testimonios, y cada uno iba seguido de una canción en respuesta, donde un miembro de la congregación lidera la alabanza y el resto responde cantando. Una de mis favoritas decía:

Llamado: «¿En quién te estás apoyando?».
Respuesta: «Me apoyo en el Señor».
Llamado: «¿En quién te estás apoyando?».
Respuesta: «Me apoyo en el Señor».
Llamado: «Me apoyo…».
Respuesta: «¡En el Señor!».

Todos testificaban con alegría sobre el carácter de Dios, Su fidelidad para proveer y Su misericordia y bondad para sanar enfermedades. ¡Alabado sea Dios!

Aunque estos testimonios son maravillosos, creo que el salmista quiere destacar otra verdad aquí. Los testimonios que describe aquí son para guardar. Estos testimonios son los mandamientos de Dios para Su pueblo. Sus mandamientos testifican sobre Su carácter santo. El salmista proclama que seremos felices si guardamos los mandamientos de Dios en nuestro corazón y, al hacerlo, reflejaremos Su carácter. Aunque somos incapaces de guardar y poner en práctica a la perfección los testimonios de Dios, podemos confiar en que Él nos ayudará a practicarlos lo mejor que podamos. Jesús guardó los testimonios de Dios a la perfección. Guardó la Palabra del Padre y fue un ejemplo perfecto de todo lo que Dios había mandado. En nuestro caso, la felicidad se encuentra al guardar la verdad del evangelio en nuestro corazón y buscar poner en práctica lo que implica.

¿SENTIMOS LA FALTA?

… y de todo corazón lo buscan (v. 2).

Mi cuñada es una esposa y madre muy ocupada, y suele perder su teléfono celular. Puede estar perdido durante horas y ella no se da cuenta, pero cuando siente la falta, la búsqueda del teléfono perdido a menudo requiere un esfuerzo de equipo. Seguirles el paso a seis niños con dedos pegajosos en una casa de tres pisos trae su propia ansiedad y urgencia de encontrar el teléfono lo más pronto posible. En un abrir y cerrar de ojos, los almohadones del sofá están en el suelo, la ropa quedó toda desordenada, alguien está buscando en la camioneta y, ¡se siente la presión!

La urgencia de encontrar el celular es tan grande porque, para mi cuñada, es una necesidad. Es algo valioso. Probablemente haya algo en tu vida que percibas como una «necesidad». Para algunas de nosotras será nuestro teléfono celular y para otras, algo más. Sea lo que sea, piensa en eso y pregúntate: ¿Busco a Dios con la misma intensidad y determinación? ¿Lo considero algo absolutamente necesario? Si sentimos la falta de nuestro teléfono o de cualquier otra cosa más de lo que sentimos la falta de la Palabra de Dios en nuestras vidas, ¿qué revela esto sobre nuestro corazón? Queremos ser mujeres que declaren, como el salmista, que Dios y Su Palabra son invaluables, que verdaderamente son una necesidad para nuestras vidas y que buscaremos al Señor con urgencia.

Tenemos que saber algunas cosas sobre buscar a Dios. Primero, la única manera en la que podemos buscarlo es en la persona de Cristo. «Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí» (Juan 14:6, RVR1960). Segundo, debemos buscarlo a través de Su Palabra en verdad, porque «Dios es espíritu, y quienes lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad» (Juan 4:24). Tercero, debemos buscarlo con una actitud de compromiso con la santidad: «Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Heb. 12:14). Por último, debemos buscarlo por encima de todas las cosas y recordar, incluso cuando lo hacemos, que es imposible buscar aquello que es más valioso que todo sin la ayuda del Espíritu Santo. Como cristianas, sabemos que si Dios no nos diera Su Espíritu, no lo buscaríamos. Naturalmente, «no hay nadie […] que busque a Dios» (Rom. 3:11). Sin Su Espíritu, siempre correríamos detrás de los ídolos de nuestros corazones, que nos prometen felicidad pero tan solo llevan a angustias.

NADA DE HÁBITOS NI EXCUSAS

Jamás hacen nada malo, sino que siguen los caminos de Dios (v. 3).

La lucha con el pecado es real. A diario, vemos cómo Romanos 7:19 cobra vida ante nuestros ojos: «De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero».

Cuando el Salmo 119:3 destaca a aquellos que «jamás hacen nada malo», se refiere a corazones que han sido verdaderamente cambiados por el evangelio. Aquellos que «jamás hacen nada malo» no están libres de iniquidad, sino que no tienen el hábito de pecar. Ya no buscan maneras de hacer el mal, sino que se esfuerzan por hacer lo bueno. Aunque puede luchar con el pecado, la persona verdaderamente feliz no se hace el hábito de pecar; tampoco se deleita en él ni lo excusa.

NO HACE FALTA AVERGONZARSE

Tú has establecido tus preceptos, para que se cumplan fielmente (v. 4).

¿Recuerdas algún momento en el que te hayan dado reglas o expectativas para tu conducta? Mi madre se tomaba muy en serio nuestra conducta, ¡en especial en público! Cada visita a alguna tienda iba precedida de una lista de deberes y prohibiciones. Mamá siempre nos decía: «Ahora, cuando entremos a la tienda, no toques nada y no pidas nada». Ella ponía las reglas y esperaba que las cumpliéramos. Mis hermanos y yo teníamos bien en claro que, en este caso, ¡la obediencia llevaba a la felicidad! Nos esforzábamos por obedecer lo mejor que podíamos, a veces ni nos animábamos a mirar algo que queríamos; ni hablar de tocarlo. De una manera mucho más significativa, Dios ha dado Su Palabra y nos ha mandado que la respetemos y la obedezcamos con cuidado. El salmista está ansioso por obedecer la Palabra de Dios porque entiende que así le irá bien (tal como nos sucedía a mí y a mis hermanos si obedecíamos a mamá en la tienda).

Pero por más que deseemos caminar en obediencia, nunca podremos guardar los preceptos del Señor con absoluta diligencia. Debemos depender de la ayuda de Dios para obedecer. Podemos clamar al Señor pidiendo ayuda, y el salmista sabe que debe hacerlo: «¡Cuánto deseo afirmar mis caminos para cumplir tus decretos!» (v. 5).

El salmista también entiende que, al cumplir los decretos del Señor, no será avergonzado. Si pusiéramos nuestra vida bajo la lupa junto a la ley de Dios, descubriríamos que estamos llenas de vergüenza. Nuestro corazón y nuestra conciencia nos condenarían sin piedad, ya que veríamos con absoluta claridad cuánto quebrantamos la ley de Dios constantemente. Pero en Cristo, no hace falta avergonzarse. El Señor Jesús soportó la cruz y cargó con nuestra vergüenza; fue avergonzado por pecados que no cometió y que nosotras sí cometimos. A cambio, el cristiano ahora puede vivir sin vergüenza en su vida y con gloria en la venidera. ¡Alabado sea Dios por Jesús! Que nuestros ojos estén fijos en Cristo, el cual vivió a la perfección los mandamientos de Dios. Él es quien quita nuestra vergüenza cuando no perseveramos en guardar los estatutos del Señor. «En esto sabremos que somos de la verdad, y nos sentiremos seguros delante de él: que aunque nuestro corazón nos condene, Dios es más grande que nuestro corazón» (1 Jn. 3:19‑20).

EN LA ESCUELA DE LO DIVINO

Te alabaré con integridad de corazón, cuando aprenda tus justos juicios. Tus decretos cumpliré; no me abandones del todo (vv. 7‑8).

En la primera estrofa de este salmo (vv. 1‑8), el salmista llega a la conclusión de que, a medida que descubramos la Palabra y la voluntad de Dios, nuestro corazón se deleitará en ellas, y nuestro deleite llevará a la práctica. Aprender las reglas justas de Dios es más que grabar un mero conocimiento en la mente. Aprender sobre algo implica saber cómo aplicarlo. Recuerdo cuando estudiaba para ser asistente certificada de enfermería. Había exámenes teóricos y prácticos, pero primero preguntaban sobre la teoría. Nuestro instructor nos dio cuatro capítulos para estudiar como preparación para el primer examen. No es ninguna sorpresa que, si no pasábamos el examen teórico, no podíamos seguir adelante con el práctico. El instructor quería asegurarse de que tuviéramos el conocimiento que lleva a la aplicación. Sin embargo, el conocimiento solo no era suficiente… por ende, el examen práctico. ¡Los que estudiamos con diligencia y aplicamos ese conocimiento en el examen práctico nos alegramos cuando aprobamos! Ahora bien, ¿cuánto más debería ser esta nuestra experiencia en la escuela de lo divino? La teoría debería llevar a la práctica. Con Dios, el esfuerzo para aprender Sus reglas justas nunca es en vano y tiene un valor eterno.

Nuestro estudio de los estatutos divinos debería llevarnos a una aplicación práctica que glorifique a Dios. Tal como muchos teólogos han proclamado, la teología siempre lleva a la doxología. El salmista decide guardar los estatutos del Señor, aunque es consciente de su propia incapacidad de hacerlo. Incluso hace un pedido de dependencia: «¡no me abandones del todo!». Está diciendo: No me dejes librado a mis recursos para siempre, o fracasaré. En Cristo, Dios respondió esa oración: «Nunca te dejaré; jamás te abandonaré» (Heb. 13:5).

Compartimos el clamor del escritor del Salmo 119. Si dependiera de nosotras cumplir a la perfección la ley de Dios para ganarnos o mantener Su bendición, fracasaríamos de manera deplorable. Pero donde nosotras fracasamos, ¡Jesús venció! Se transformó en el Verbo hecho carne (Juan 1:14) y cumplió toda la ley. Este hombre intachable fue el que llevó sobre sí toda nuestra impiedad. Cuando confiamos en la muerte, la sepultura y la resurrección de Cristo, confiamos en que todo nuestro pecado y nuestra vergüenza fueron clavados a la cruz. Por el Espíritu de Dios, podemos cantar con seguridad las palabras del escritor de himnos Isaac Watts:

En la cruz, en la cruz, do primero vi la luz,
Y las manchas de mi alma yo lavé.
Fue allí por fe do vi a Jesús,
Y siempre feliz con Él seré.

Confía en Jesús, entrégale tu camino a Dios y recibe bendición. En este mundo las cosas que nos dicen que llevarán a la felicidad tan solo conducen, en el mejor de los casos, a una sensación pasajera de alegría. En cambio, aquí tenemos una felicidad que vale la pena perseguir, que se puede encontrar y que jamás termina.


Devocional de Sus testimonios, mi porción (B&H Español)

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