MILTINNIE YIH
SALMO 119:65‑72
Esta parte del Salmo 119 sigue nuestro desarrollo como hijas de Dios a medida que aprendemos a confiar en la Palabra y a seguirla más de cerca, a pesar de los fracasos, las aflicciones y la oposición.
Nuestra identidad es algo complejo. Al principio, buscaba identidad y significado en mis raíces chinas, pero encontraba más aislamiento, porque no era lo suficientemente china y jamás podría serlo. Después, puse mi esperanza en el sueño americano y acumulé logros que me dieran trascendencia, pero esto tan solo llevó a más y más escaleras agotadoras para subir. Ninguna de estas cosas satisfacía los anhelos más profundos de mi alma… hasta que encontré al Señor y recibí mi llamado más profundo como hija de Dios. Su Palabra ha sido mi guía confiable a medida que la pongo en práctica en mi vida, y mi esperanza eterna sigue creciendo hasta el día en que mi fe se transformará en vista y pueda ver a mi mayor tesoro: al Señor Jesús.
¿MI CORAZÓN O SU PALABRA?
¿Qué es necesario para que podamos decirle al Señor: «Tú, Señor, tratas bien a tu siervo» (v. 65)? No significa que tan solo haya permitido que a Sus hijos les sucedan cosas que nosotras llamaríamos «buenas». En cambio, más allá de lo que pueda sucedernos, Dios puede hacer que todo obre para nuestro bien, al edificar nuestro carácter y aumentar nuestro amor por Él. El profundo consuelo que hallamos en Romanos 8:28 nos garantiza que «Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito».
Por lo tanto, incluso los peores desastres pueden ser beneficiosos porque pueden acercarnos más a Dios, mientras que las mejores «bendiciones» pueden carecer de valor si no nos conducen a conocerlo y amarlo más. Pase lo que pase, los que aman a Dios no pueden perder porque se benefician de circunstancias buenas o malas, al fortalecerse cada vez más en medio de las pruebas.
Al principio en nuestro matrimonio, cuando no conocíamos al Señor y solo dependíamos el uno del otro para satisfacer nuestras necesidades de amor, aceptación, seguridad, propósito y trascendencia, mi esposo y yo nos sentíamos constantemente frustrados por nuestras insuficiencias y fracasos a la hora de hacer feliz al otro y de encontrar nuestra propia felicidad. En cambio, nos reclamábamos constantemente por las expectativas que no cumplíamos. No solo nos desilusionábamos mutuamente una y otra vez, sino que yo también me desilusionaba a mí misma. Me di cuenta de que era débil e incapaz de hacer lo correcto, incluso si hubiera sabido qué era lo correcto. Estaba hastiada de mí misma y quería despedirme como dios de mi vida. Ansiaba con desesperación a Aquel que era más poderoso y mejor que yo. Y en medio de esa oscuridad fría y lúgubre de mi vida, algunos amigos hablaron vida. Una pareja cristiana, June y David Otis, llegaron como un fuego cálido y refulgente que nos atrajo al Salvador. Nos llevaron inmediatamente a la Palabra, y yo aprendí a confiar en lo que Dios revelaba sobre sí en ella.
He aprendido a no confiar tanto en mi corazón como en la Palabra de Dios, la cual necesito obedecer incluso cuando no necesariamente esté de acuerdo con lo que dice. La señal de la verdadera obediencia no es obedecer cuando estás de acuerdo y sientes deseos de hacerlo, sino obedecer a pesar de no estar de acuerdo con determinado mandamiento o cuando resulta difícil. En Getsemaní, Jesús pidió: «Padre, si quieres, no me hagas beber este trago amargo; pero no se cumpla mi voluntad, sino la tuya» (Luc. 22:42).
En la práctica, esto es lo que significa «[creer] en [Sus] mandamientos» (Sal. 119:66). No alcanza tan solo con saberlos o entenderlos, ni siquiera estar de acuerdo con ellos; creemos en los mandamientos de Dios al obedecerlos. Pero la obediencia no se trata de apuntalar nuestra voluntad y arremeter firmemente hacia delante con toda nuestra fuerza, lo cual solo sería una obediencia en la carne. La obediencia en el Espíritu es «la respuesta de amor de un alma que fue liberada por la gracia salvadora de Dios». Eso no es necesariamente algo fácil (Jesús sudó gotas como de sangre al obedecer) y tan solo se logra al confiar en el Espíritu que habita en nosotras, en lugar de en nuestras propias fuerzas.
DE «CÁMBIALO» A «CÁMBIAME»
Como nueva creyente, empecé a confiar en el Señor respecto de mi situación y mis circunstancias. Su Palabra me guio más allá de mis propios instintos y razonamientos. Recuerdo cómo, después de escuchar mis quejas sobre mi matrimonio, una amiga cristiana me preguntó si alguna vez había intentado someterme a mi esposo. Me impactó leer 1 Pedro 3:1‑2: «Así mismo, esposas, sométanse a sus esposos, de modo que, si algunos de ellos no creen en la palabra, puedan ser ganados más por el comportamiento de ustedes que por sus palabras, al observar su conducta íntegra y respetuosa». Lo último que quería era ser una esposa sumisa; lo que en realidad deseaba era un esposo sumiso.
Aunque mis primeras oraciones fervientes a Dios fueron: «¡Señor, cámbialo!», por fin me di cuenta de que tal vez me iría mejor si oraba pidiendo: «¡Señor, cámbiame!». Los problemas en nuestro matrimonio nos llevaron a Cristo, pero mi matrimonio también me enseñó a confiar en Dios más allá de mi entendimiento limitado, aun si Su Palabra me enseñaba a hacer lo opuesto de lo que yo quería.
La pregunta fundamental era: ¿Confío en que los mandamientos de Dios son buenos para mí?
Cuando empecé a enseñar a estudiantes de bajos recursos en una escuela secundaria al sur de San Francisco, solía preguntarles a mis alumnos: «¿Para qué les voy a enseñar a ser más inteligentes si no se vuelven también más buenos o mejores? No quiero enseñarles a ser tan solo criminales más inteligentes». El conocimiento sin bondad es un barco más rápido sin timón. Pero ¿qué es la bondad? ¿Quién determina realmente lo que es bueno y lo que es malo?
En general, lo establecen los poderes que gobiernan, ya sea el jefe de una tribu, los dictadores al mando o los funcionarios representativos elegidos. Las culturas determinan lo que es bueno según sus valores: el placer (hedonismo), la utilidad (pragmatismo), la eficacia, la belleza, la riqueza, la facilidad, la familia, la libertad, etc.; y sus leyes se basan en su sistema de valores. La Biblia declara que Dios, el Ser todopoderoso que creó todo de la nada, fue el primero en evaluar algo como «bueno», al otorgarle ese veredicto a Su creación siete veces (Gén. 1), y la séptima vez dijo que era «muy bueno» (v. 31).
La creación era muy buena porque su Creador es infinitamente bueno. El salmista lo sabe, y nosotras también deberíamos: «Tú eres bueno, y haces el bien» (Sal. 119:68). Dios define lo que es bueno. Él creó el árbol del conocimiento del bien y el mal y dio el primer mandamiento: no comer de él. Sin embargo, Adán y Eva comieron (Gén. 3:6). Antes de sufrir, se descarriaron (Sal. 119:67). Un aspecto del juicio de Dios fue señalar la seriedad de lo que habían hecho: afligirlos con la realidad de lo que habían elegido —una vida apartados de Él—, para que clamaran a Él, regresaran a Él y obedecieran Su Palabra. El Señor aflige a Su pueblo con el mismo propósito ahora: para llamarnos a volver a conocer lo que es bueno y a hacer lo bueno, al regresar a lo que es bueno: a Él.
CUANDO NO ESTOY DE ACUERDO…
Al prohibirles a Adán y a Eva que comieran del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gén. 2:17), Dios se reservó el derecho de determinar lo que es bueno y lo que es malo. Cuando ellos comieron del fruto, intentaron desplazar a Dios como el que determinaba la moralidad. Me parezco a ellos… quiero sentarme a juzgar lo que Dios llama bueno o malo. Es tan tentador (porque es muy común) juzgar los mandamientos de Dios a través del lente de las sensibilidades y los valores culturales actuales que, por ejemplo, la mayoría de los mandamientos del Nuevo Testamento dirigidos a las mujeres se ignoran, se reinterpretan o se denuncian, y los pasajes sobre el sexo y el matrimonio se consideran inapropiados para esta época.
El mundo dice que las cosas han cambiado desde los tiempos bíblicos. Ahora, las mujeres son educadas, emancipadas y empoderadas. ¿Acaso la Biblia no se usa para mantener subyugadas a las mujeres? ¿Cuál de estas cosas es verdad y cuál es mentira? Todavía podemos escuchar las preguntas en siseo: «¿Es verdad que Dios dijo? ¿No querrá decir Dios…? ¿Realmente Dios hará eso?».
Y debemos decidir si obedeceremos o no Su Palabra. Cuando no estoy de acuerdo con los mandamientos de Dios, ¿intentaré manipular o negarlos? ¿Estoy dispuesta a distorsionar la Escritura para salirme con la mía? Los mandamientos de Dios que parecen ilógicos, irrazonables e inconvenientesson los más fáciles de invalidar, pero, por supuesto, cuando lo hago, revelo mi propio corazón rebelde, el cual Dios pone a la misma altura que el pecado de adivinación e idolatría (1 Sam. 15:23).
Jesús dijo: «El que esté dispuesto a hacer la voluntad de Dios reconocerá si mi enseñanza proviene de Dios o si yo hablo por mi propia cuenta» (Juan 7:17). Un mandamiento es como un medicamento recetado. No sabré si es eficaz a menos que lo tome. La bondad de un mandamiento tan solo se determina una vez que se acata, no antes. Este es el camino de la fe, el cual supone compromiso antes que conocimiento.
Así fue que llegué a permitirme considerar lo que antes me parecía impensable: ¿Qué tendría que hacer para someterme a mi esposo? Además de no hacer lo que yo quería, tendría que creer que Dios es más grande que cualquier error que mi esposo pueda cometer. Y aunque detestaba la idea de ser probada en eso, sabía que Dios es mucho más grande.
Resultó ser que Dios no solo es más grande, sino también más grandioso, y me enseñó a tener fe en Él mientras observaba cómo mi esposo crecía en el Señor mediante errores grandes y pequeños, y mientras miraba cómo el Señor nos acompañaba a través de las consecuencias difíciles que terminaron siendo para nuestro bien. Por gracia, he vivido lo suficiente como para ver ese bien empezar a manifestarse en nuestro año número 48 de casados y sé que la promesa de que «todas las cosas […] ayudan a bien» (Rom. 8:28, RVR1960) continuará en esta vida; en la mía y la de mi esposo, y en las vidas de mis familiares y amigos. A diferencia de un evangelio de la prosperidad, esta clase de evangelio «de la adversidad» tiene recompensas que se extienden lejos a la eternidad, donde todas las cosas serán reveladas.
Aunque los «insolentes» se deleitan en la vasta insensibilidad de sus corazones, su alma se consume (Sal. 119:69‑70). Cuando el mundo me presenta oposición, es una oportunidad para aprender a tocar para una audiencia de Uno. Al nutrir mi alma con la Palabra de Dios, la fortalezco, tal como Pedro nos instruye: «deseen con ansias la leche pura de la palabra, como niños recién nacidos. Así, por medio de ella, crecer en su salvación» (1 Ped. 2:2). Me empapo profundamente de la Palabra al estudiarla, meditar en ella y memorizarla. Me deleito en ella al obedecerla, aplicarla y practicarla.
UN CORAZÓN EXPANDIDO
Entonces, incluso aprendemos a decir: «Me hizo bien haber sido afligido» (Sal. 119:71). En general, tratamos de evitar el dolor a toda costa a menos que haya algo más valioso para nosotras que estar libres de dolor. Soportamos el dolor de la práctica para volvernos una buena pianista o deportista, o el dolor del parto para dar a luz a un bebé. Sacrificarse es entregar algo que amas por algo que amas aún más. Si nuestro verdadero deseo es agradar a Dios al aprender Sus estatutos, podemos soportar con paciencia la aflicción y confiar en la bondad de Dios. Nuestro sacrificio es un corazón obediente.
La aflicción nos enseña. La aflicción de nuestros primeros años de matrimonio nos humilló, nos llevó a tocar fondo y nos preparó para una nueva vida que Cristo Jesús nos ofrecía. Más adelante, cuando mi primer hijo resultó ser autista y con discapacidades intelectuales, aprendimos a confiar en el Señor para aceptarlo, educarlo y amarlo de verdad, al hacer lo mejor para él. Nos consuela y nos alegra saber que nada llega a la vida de un hijo de Dios sin primero pasar por las manos de nuestro Padre amoroso. Cuando llegaron otra hija y un hijo muy seguidos, el Señor siempre estuvo ahí con gracia y guía, fuera cual fuera la necesidad. Ahora, después de 21 mudanzas por 3 continentes, puedo dar testimonio de la bondad de Dios en las dificultades.
El Salmo 119:32 declara: «Por el camino de tus mandamientos correré, cuando ensanches mi corazón» (RVR1960). «Ensanchar» significa hacer espacio; se usa para describir la extensión de tiendas o límites. ¿Dios ensancha nuestro corazón para que obedezcamos o nuestro corazón se ensancha a medida que obedecemos? Me recuerda al momento en que Dios le dijo a Josué, el sucesor de Moisés, que guiara a los israelitas a la tierra prometida, haciendo que los sacerdotes pusieran primero sus pies en el río Jordán antes de que el agua se retirara para permitir que todos cruzaran (Jos. 3:13‑17). Creo que las aguas retroceden a medida que metemos nuestros dedos obedientes y a menudo se mojan antes de que veamos a Dios obrar.
Como una persona introvertida en el crepúsculo de mi vida, descubro que nada ensancha mi corazón más que la hospitalidad. Dios ha llenado nuestro hogar con cientos de personas con las cuales hemos compartido nuestra fe mediante nuestro ministerio de «Hospedaje, Biblia y más» a eruditos internacionales de China. Nos recuerdan nuestras inversiones eternas en las personas y en la Palabra de Dios, nuestros tesoros más grandes. Estas inversiones no siempre son fáciles, pero las inversiones costosas son las que producen las recompensas celestiales más abundantes. Al mirar atrás en mi vida, puedo decir que no fue lo que había planeado, pero por Su gracia, es mucho más de lo que jamás soñé.
Devocional de Sus testimonios, mi porción (B&H Español)