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NATASHA SISTRUNK ROBINSON

Como cristianas, estamos acostumbradas a pensar y a hablar de cuestiones espirituales. Animamos a los demás a orar y creemos que Dios habla a través de Su Palabra. Cantamos salmos, himnos y cantos espirituales. Hablamos del reino del ahora y el más allá y, aguardamos con gran esperanza y anticipación el glorioso regreso de Jesús. Sin embargo, hay una verdad que solemos olvidar o descuidar: Dios nos hizo personas físicas y con cuerpos.

Parte de entender la verdad bíblica de que los seres humanos fueron hechos a imagen de Dios es abrazar todo nuestro ser: cuerpo, mente y alma. Fuimos creadas para reflejar la gloria, la belleza y la bondad de Dios. Dios valora todo: las curvas de nuestro cabello, la forma de nuestro cuerpo y el tono de nuestra piel. A pesar de las mentiras históricas, los mitos, los constructos y estereotipos sobre nuestras tribus de personas, somos humanas. Cada una de nosotras tiene valor para Él, y las que confiamos en Cristo somos una parte integral del cuerpo de Dios.

EL CUERPO DE DIOS

Cuando los humanos, creados a imagen de Dios, deciden que sus cuerpos les pertenecen, llegan a la conclusión de que pueden hacer lo que les plazca con ellos. Además, les cuesta mucho entender la presencia espiritual y las prioridades de Dios en sus vidas físicas diarias. No pueden responder con seguridad las respuestas sobre su identidad ni sobre el propósito de su vida en la tierra.

Sin embargo, en esta estrofa del Salmo 119, el salmista se dirige a Dios y le dice: «Con tus manos me creaste, me diste forma» (v. 73). Los creyentes del Antiguo Testamento entendían a Dios como un espíritu. Pero uno podía encontrarse de manera muy íntima con este espíritu. Cuando Moisés quería una garantía de la presencia del Señor y de Su favor, le pidió que se le revelara. Entonces, Dios le dijo: «no podrás ver mi rostro [… pero] cuando yo pase en todo mi esplendor, te pondré en una hendidura de la roca y te cubriré con mi mano, hasta que haya pasado» (Ex. 33:20‑22). No siempre podemos entender la gloria, pero ver el rostro de un ser amado y ser cubiertas por la seguridad de una mano, eso sí lo entendemos claramente.

Por eso los escritores de la Biblia suelen usar metáforas —tomar algo que entendemos (como el cuerpo físico) y compararlo con algo que no comprendemos (la nueva familia espiritual de aquellos que pertenecen a Cristo)— para revelar las verdades misteriosas de Dios a nosotras. Al escribir sobre la familia del pueblo de Dios, el apóstol Pablo se refiere a la iglesia como «el cuerpo»:

… aunque el cuerpo es uno solo, tiene muchos miembros,
y todos los miembros, no obstante ser muchos, forman un
solo cuerpo… (1 Cor. 12:12).

Estas imágenes nos ayudan a empezar a captar las verdades misteriosas de Dios, el cual «es espíritu, y quienes lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad» (Juan 4:24).

Dios trata con nosotras de esta manera no solo para representar a Su mundo, sino también en cuanto a Sus acciones a lo largo de la historia. El Padre envió físicamente a Su Hijo divino en la forma de carne humana para que habitara en medio de nosotras: «La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y lo llamarán Emanuel» (Mat. 1:23). Desde el nacimiento y en Su vida en la tierra, Jesús fue la presencia física de Dios entre los humanos y hoy sigue viviendo en Su cuerpo glorificado y ha enviado a Su Espíritu para redimir todos nuestros espacios rotos.

Nuestro valor físico como portadoras de la imagen de Dios desde el principio mismo se afirma con las palabras: «Con tus manos me creaste, me diste forma» (Sal. 119:73). No es la única vez en que los Salmos hablan de esta verdad. En el Salmo 139, leemos: «Señor, tú me examinas, tú me conoces. […] Tú creaste mis entrañas; me formaste en el vientre de mi madre» (vv. 1,13). De la misma manera, el profeta Jeremías escribió que la palabra de Dios vino a él y dijo: «Antes de formarte en el vientre, ya te había elegido; antes de que nacieras, ya te había apartado; te había nombrado profeta para las naciones» (Jer. 1:5).

Y ahora Jesús —Dios el Hijo— ha ofrecido Su cuerpo físico para salvarnos, y el Espíritu Santo ha obrado para proveernos una vida eterna y nueva. Él obra para darnos una nueva forma en lo espiritual y un día nos transformará físicamente… no a la imagen del pecaminoso Adán, sino a la imagen sin mancha de Cristo. Esta es la redención del pueblo de Dios… del «cuerpo» de Cristo.

¿Quién es Dios? Dios es el que crea. Es el que nos modela y nos reconcilia. ¿Quién soy yo? Soy una persona creada y reformada por las manos de Dios, y como fui reconciliada con Él, toda mi vida —mi mente, mi cuerpo y mi alma— tiene un propósito. Para poder entender el propósito de mi vida, primero debo mirar a Dios.

LA PALABRA DE DIOS

Para mirar a Dios es necesario mirar Su Palabra. «Dame entendimiento para aprender tus mandamientos» (v. 73b). Esta estrofa hace referencia a la Palabra de Dios de varias maneras: Sus mandamientos (v. 73), Sus juicios justos (v. 75), Su ley (v. 77), Sus preceptos (v. 78), Sus estatutos (v. 79) y decretos (v. 80). Cada una de estas expresiones testifica la verdad sobre quién es Dios y sobre cómo anhela que lo conozcamos. No necesitamos tan solo conocer la verdad y los hechos sobre Dios; eso es educación. Necesitamos una conexión personal e íntima; eso es relación.

¿Qué significa entender a Dios y aprender Sus mandamientos en este cuerpo, con esta piel, con este cabello que nos transmitieron nuestros padres, desde esta región, en esta tribu, con esta lengua y en este momento de la historia? Proclamar esa verdad es mi testimonio personal sobre Dios. Porque Él ha determinado el período que nos tocó y los límites de nuestra morada, para que otros puedan buscarlo, sentirlo y encontrarlo, porque no está demasiado lejos de ninguno de nosotros (Hech. 17:26‑28). Como la mujer samaritana junto al pozo, para bien o para mal, cada una de nosotras debe proclamar su verdad individual sobre sí misma y sobre Dios: «Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será este el Cristo?» (Juan 4:29). ¡Las manos de Dios me formaron, y esa es una buena noticia para mi alma! La verdad y el poder de nuestros testimonios pueden traer un avivamiento y redención. Pueden hacer que las personas entreguen sus vidas por Jesús.

Que tu testimonio personal y tu deseo de acercarte para entender y conocer los mandamientos del Señor lleven a muchas almas a Cristo. Declaremos sobre Dios:

Los que te honran se regocijan al verme, porque he puesto mi esperanza en tu palabra (v. 74).

Roguemos al Señor:

Que se reconcilien conmigo los que te temen, los que conocen tus estatutos (v. 79).

Las personas nos observan para ver lo que creemos y cómo responderemos a los desafíos de la vida. La Palabra de Dios me da seguridad frente a lo que la cultura y los demás dicen sobre mi identidad. Particularmente como mujeres de color, solemos recibir mensajes de que somos «demasiado» o de que no somos «suficiente». Como mujer de color, a veces me perciben como demasiado ruidosa, demasiado agresiva o demasiado enojada. Nuestro cuerpo físico está bajo un escrutinio permanente: somos demasiado oscuras, demasiado curvilíneas o demasiado delgadas; o nuestro peinado es demasiado grande si se compara con el estándar social. La verdad de que Dios me hizo y le pertenezco me da la seguridad para sentirme conocida, amada, valorada y sin temor. «¡Te alabo [Señor] porque soy una creación admirable!» (Sal. 139:14a). Los que temen a Dios me verán a través de Sus ojos, se regocijarán y me darán el honor que merezco, porque «la mujer que teme al Señor es digna de alabanza» (Prov. 31:30).

Por eso el salmista escribe: «Sean avergonzados los insolentes que sin motivo me maltratan; yo, por mi parte, meditaré en tus preceptos» (Sal. 119:78). La percepción de aquellos que no conocen ni aman a Dios no tienen demasiada importancia en mi vida ni en la tuya. La gente habla, chismea y calumnia (por desgracia, incluso dentro de la iglesia). Frente a estos ataques a nuestra humanidad y femineidad, debemos obedecer a Dios y mantener una conducta honorable, para que, «aunque [los incrédulos] los acusen de hacer el mal, ellos observen las buenas obras de ustedes y glorifiquen a Dios en el día de la salvación» (1 Ped. 2:12).

LA JUSTICIA DE DIOS

Señor, yo sé que tus juicios son justos, y que con justa razón me afliges. Que sea tu gran amor mi consuelo, conforme a la promesa que hiciste a tu siervo (vv. 75‑76).

Una característica que sabemos y proclamamos sobre Dios es Su justicia a lo largo de la historia. Él no muestra parcialidad. Decide y hace lo correcto. Es la naturaleza de Su ser. Su Palabra nos ayuda a entender qué es lo correcto y también nos forma en justicia.

La disciplina y la corrección del Señor suele no gustarnos. La sentimos como una aflicción. Lo llamamos Padre, y como cualquier buen padre, Él nos trata como a los hijos que ama, que quiere proteger y que desea ver crecer en madurez y responsabilidad.

El escritor de Hebreos nos informa:

Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor ni te desanimes cuando te reprenda, porque el Señor disciplina a los que ama, y azota a todo el que recibe como hijo (Heb. 12:5‑6).

En Su fidelidad, Dios anhela hacernos justas.

Si verdaderamente queremos conocer el deseo del Padre por nosotras, entonces debemos mirar a Su Hijo Jesús (Juan 8:19; 14:7). Si queremos volvernos justas, debemos ser formadas de acuerdo al carácter y la semejanza de Cristo. En esencia, el único propósito de nuestra vida en la tierra es parecernos cada vez más a Jesús. Su sacrificio revela divinamente el amor del Padre por nosotras y Su gracia activa nuestro proceso de santificación, manifestando Su plan de redención y nuestra transformación espiritual. La santificación no solo nos hace más santas, sino que también aclara nuestro propósito:

Porque a los que Dios conoció de antemano, también los predestinó a ser transformados según la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. A los que predestinó, también los llamó; a los que llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó (Rom. 8:29‑30).

Esta es una promesa para nosotras.

La verdad y la promesa de la Palabra de Dios es que no vuelve a Él vacía. Dios quiere que nuestra predestinación se revele a través de nuestro llamado y nuestra justificación, lo cual resulta en gloria para nosotras y para Él.

La Palabra de Dios es verdadera. Así como Su Palabra es inagotable, Su amor es inagotable y Su misericordia permanece para siempre.

LA MISERICORDIA DE DIOS

Que venga tu compasión a darme vida, porque en tu ley me regocijo (v. 77).

En Su gran misericordia, Dios no nos trata como nuestros pecados ameritan:

Tan grande es su amor por los que le temen como alto es el cielo sobre la tierra. Tan lejos de nosotros echó nuestras transgresiones como lejos del oriente está el occidente. Tan compasivo es el Señor con los que le temen como lo es un padre con sus hijos. Él conoce nuestra condición; sabe que somos de barro (Sal. 103:11‑14).

No somos perfectas. Somos un pueblo imperfecto que sirve a un Dios perfecto. Así es como conocemos y vivimos la verdad: por la gracia de Dios y a través de la obra transformadora del Espíritu Santo, podemos entender a Dios, crecer en el conocimiento de Su Palabra y exponer los caminos de Jesús. A medida que nos deleitamos en Su ley, podemos hacer lo correcto según los estándares de Dios. Mientras caminamos según Sus estatutos, podemos aceptar y proclamar lo que somos como portadoras de Su imagen, que fueron redimidas por la sangre preciosa del Cordero. Podemos madurar en nuestra fe y crecer en nuestro carácter para fomentar el bienestar de los demás. Así mantenemos nuestro corazón intachable para glorificar a Dios y traer honor a nosotras y a nuestra gente.

Cuando acudimos a Su Palabra, también podemos recordar la hermosa intención de Dios al crear nuestro cuerpo físico. Cuando vemos nuestro cuerpo físico desde la perspectiva divina, podemos decir, como el salmista: «Mis huesos no te fueron desconocidos cuando en lo más recóndito era yo formado, cuando en lo más profundo de la tierra era yo entretejido. Tus ojos vieron mi cuerpo en gestación» (Sal. 139:15‑16a). ¿Puedes vislumbrar la intimidad, el cuidado y el interés que Dios mostró en ti y en mí al crearnos? Tus ojos, tu nariz, tu piel, tus caderas, tu personalidad, incluso tu cabello, todo glorifica a Dios. El hermoso misterio de entretejer todo lo que te transforma en lo que eres —en tu creación, en tu quebranto, en tu redención, en tu adopción a Su familia— es bueno, hermana. Sí que es bueno.


Devocional de Sus testimonios, mi porción (B&H Español)

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