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SALMO 119:9‑16

Por JEANY KIM JUN

¿Cómo les enseñamos a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos, a mantenerse en pureza? ¿Cómo lo aprendemos nosotras? Al dirigirlos constantemente (y dirigirnos nosotras) a la Palabra de Dios y al ayudarlos a personalizarla. Los mandamientos y las leyes de Dios tienen autoridad sobre nuestras vidas. No solo necesitamos enseñar la Palabra de Dios a nuestros hijos, sino que ambos necesitamos tener un deseo personal de guardarla (v. 9), buscarla (v. 10), atesorarla (v. 11), proclamarla (v. 13), meditar en ella (v. 15) y deleitarnos en ella (vv. 14,16), para no desviarnos de los caminos del Señor (v. 10), no pecar contra Dios (v. 11) y no olvidar Su Palabra (v. 16).

Dicho de otra manera, el Salmo 119 nos enseña que para conocer al Señor, el Dios creador, debemos conocer Su Palabra (vv. 9,11,16), Sus mandamientos (v. 10), Sus decretos (vv. 12,16), Sus juicios (v. 13), Sus estatutos (v. 14) y Sus preceptos (v. 15). Como lo resume un comentario:

Debemos atesorar con cuidado la Palabra de Dios, declararla a otros, meditar en ella y deleitarnos en ella de todo corazón; entonces, por la gracia del Señor, actuaremos en consecuencia.

¿Qué mandamientos y leyes es más importante que conozcamos? Cuando un escriba le preguntó a Jesús, en Marcos 12:28 «De todos los mandamientos, ¿cuál es el más importante?», Jesús respondió citando Deuteronomio 6:4‑5 y Levítico 19:18, y dijo:

El más importante es: «Oye, Israel. El Señor nuestro Dios es el único Señor […]. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas». El segundo es: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». No hay otro mandamiento más importante que estos.

(Mar. 12:29)

Todas las leyes se resumían en estos mandamientos porque Dios nos dio las reglas, los preceptos y las leyes para que pudiéramos amarlo y amar a nuestro prójimo. Dios creó alhombre a Su imagen (Gén. 1:27), así que, como portadoras de Su imagen, debemos habitar con nuestros hermanos espirituales que han sido adoptados a la familia de Dios, así como con aquellos que están fuera de la familia cristiana, como «prójimos». Debemos tratarlos como Dios nos trata, con lo que el Salmo 119 llama kjésed (Sal. 119:41,64,76,88,124,149,159). No hay una traducción directa de kjésed del hebreo, pero a menudo se traduce como «amor inagotable» o «misericordia». La kjésed de Dios se muestra en Su amor, misericordia, gracia y bondad inquebrantables por Su pueblo. A medida que aprendemos las leyes de Dios y meditamos en ellas al orar y pasar tiempo con el Señor, empezamos a ser transformadas a Su imagen. Entonces, y solo entonces, podemos aprender a «desbordar con la kjésed de Dios para con los demás y volvernos más misericordiosas, llenas de gracia, lentas para airarnos, amorosas, fieles y dispuestas a perdonar».

Aun el experto en la ley, en Lucas 10, que le preguntó a Jesús cómo podía heredar la vida eterna, citó Deuteronomio 6:4‑5 y Levítico 19:18 cuando Jesús le preguntó: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo la interpretas tú?». Cuando el hombre, en un intento de hacer que la ley fuera más manejable y menos radical, respondió con la pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?», Jesús contó la historia del buen samaritano. En esencia, lo que dijo fue: La pregunta no es: «¿Quién es mi prójimo?». La pregunta es: «¿Eres un prójimo?».

Entonces, no desviarnos de los mandamientos de Dios (Sal. 119:10) implica necesariamente amar a nuestro prójimo. ¿Cómo debemos habitar con los prójimos que son nuestros enemigos, como lo eran los samaritanos de los judíos? Primero, debemos darnos cuenta de que siguen siendo nuestros prójimos. En la parábola del buen samaritano, Jesús derriba los muros entre las personas, y nos dice que los demás hombres son nuestros prójimos. Dios los creó, así que debemos valorarlos y amarlos porque portan Su imagen. Debemos tratar a los demás con el amor y la compasión con la cual Dios nos trató. La parábola del buen samaritano no es tan solo un ejemplo de la ley en acción, sino que en realidad nos señala al evangelio, porque Jesús es el prójimo que nos mostró misericordia cuando todavía estábamos muertos en nuestros delitos y pecados y vivíamos como Sus enemigos (Rom. 5:8).

DERRIBAR LAS BARRERAS
Por supuesto, no es fácil amar a todos los prójimos. Por eso, Jesús eligió a un samaritano como el héroe de Su historia. Los judíos y los samaritanos eran enemigos jurados, aunque a alguien que los observara de afuera pudieran resultarles parecidos. Los japoneses y los coreanos también son parecidos para un extranjero, pero en un momento, fueron enemigos jurados. Las atrocidades que cometieron los japoneses todavía hacen que muchos coreanos sientan amargura y dudas. La ocupación japonesa de Corea entre 1910 y 1945 dejó a muchos coreanos de la generación pasada con un odio hacia los japoneses y a todo lo que ellos hacen. Cuando estaba en la escuela secundaria, una de mis mejores amigas era una japonesa estadounidense. Mis padres, quienes nunca compraban autos japoneses, me advirtieron que no confiara en ella, tan solo debido a su ascendencia. Pero para mí, era mi amiga, una asiática estadounidense que estaba creciendo en Estados Unidos igual que yo, y no mi enemiga eterna. Era una persona. Era mi prójimo. La ley de Dios nos llama a derribar las barreras y construir puentes para que podamos amar a todos nuestros prójimos.

ALMACENA LA PALABRA DE DIOS EN TU CORAZÓN
Necesitamos aprender las leyes y los mandamientos de Dios, almacenarlos en nuestro corazón y nuestra mente y seguir declarando la verdad para usarla cuando sea necesario. El salmista declara: «Yo te busco con todo el corazón» (119:10), y ruega: «no dejes que me desvíe de tus mandamientos». El salmista sabe que nuestro corazón es, como dice un viejo himno, «propenso a alejarse […] propenso a dejar al Dios que amo». Cuando declaro que amo las leyes de Dios, eso sirve como un recordatorio de que amo a Dios y por lo tanto deseo guardar Sus leyes que me instan a amar a mi prójimo. Cuando me recuerdo estas verdades, me ayuda a mantenerme alejada del pecado. Por desgracia, casi siempre es más fácil pecar que intentar guardar la ley de Dios. Entonces, repaso una y otra vez el estribillo: «En tus preceptos medito, y pongo mis ojos en tus sendas. En tus decretos hallo mi deleite» (vv. 15‑16), como manera de recordarme que no debo pecar.

Permíteme darte un ejemplo personal de cómo funciona esto. Cuando mi hija tenía quince años, le sucedió algo terrible. El perro de mi cuñada le desfiguró la cara. Necesitó más de 30 puntos en la mejilla izquierda, tuvo que usar vendas de silicona durante 16 semanas y hasta tuvo que hacer terapia por el trauma. Yo estaba enojadísima con mi cuñada por traer a su perro y permitirle entrar a la casa. Nuestra relación era incluso más difícil porque ella no era cristiana. Al día siguiente, empecé a llorar y clamé a Dios y le dije: «Sé que puedes usar esta situación para bien, y tal vez incluso llevarla a tus pies. Probablemente vayas a hacer que la perdone, pero no quiero hacerlo. ¡Ni siquiera se deshizo del perro! ¿Cómo puede seguir cuidándolo y alimentándolo cuando lastimó tanto a mi hija?».

Quería seguir enojada con mi cuñada, cortar todo vínculo y continuar odiándola y reteniéndole el perdón. Nadie podía convencerme de que la perdonara. Me di cuenta de que, en el pasado, había juzgado a otros cuando decían que no podían perdonar a alguien (por ejemplo, a un padre que había abandonado a su familia) y vi lo equivocada que había estado al decirles a las víctimas que «simplemente perdonaran». Yo podía perdonar con esa facilidad porque nunca me habían lastimado tanto. Pero cuando me pasó a mí, nadie podría haberme obligado a que perdonara a mi cuñada. Dios tenía que transformar mi corazón.

Conocía bien Jeremías 29:11: «Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes —afirma el Señor—, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza». Sin embargo, no podía entender cómo esto no era una calamidad para mi hija. También conocía Romanos 8:28: «Ahora bien, sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito». Sin embargo, no podía entender cómo esto obraba para el bien de mi hija. Leí Santiago 1:2‑3: «Hermanos míos, considérense muy dichosos cuando tengan que enfrentarse con diversas pruebas, pues ya saben que la prueba de su fe produce constancia». Sin embargo, no podía encontrar dicha en esta situación. Por último, Dios me recordó Juan 15:2: «Toda rama que en mí no da fruto, la corta; pero toda rama que da fruto la poda para que dé más fruto todavía». Le pregunté al Señor: «Si permitiste que esto sucediera, ¿significa que me estás podando para que dé más fruto?».

Sabía cuál era el mandato de Dios: amar a mi prójimo. Pero para hacerlo, tenía que predicarme a mí misma el evangelio y recordarme las promesas de Dios; es decir, que Jesús me perdonó una deuda inmensa y que necesitaba perdonar a los demás sus pequeñas deudas. Empecé a dedicarme de lleno a escuchar y leer la Palabra de Dios. Necesitaba escuchar las verdades de Dios cada día para aprender aquello que todavía no estaba guardado en mi corazón. Clamé al Señor pidiendo ayuda y Dios puso en marcha Su plan para rescatarme. Recordé que debía alabar a Dios antes de pedir algo. Y mientras alababa, entendí que Él era el Creador de todas las cosas: omnisciente, todopoderoso, lleno de amor, mi proveedor, mi sanador, mi defensor y protector.

Unos diez meses después del incidente, Dios me llevó a México en un viaje misionero médico. Mientras estaba allí, los estudiantes universitarios cantaron «Aquella cruz» ¡y repitieron el estribillo 20 veces! Dios usó aquel estribillo para traspasar mi corazón. Mi deuda fue saldada gracias a que Jesús derramó Su preciosa sangre por mí. Era una pecadora perdonada. Ahora, la maldición del pecado ya no tenía poder sobre mí, y el Hijo me había liberado. Además, me había librado de manera que ya no era esclava de mi enojo contra mi cuñada. Predicarme el evangelio en mi cabeza había evitado que pecara con mis acciones. Pero a través de esta canción, el mensaje por fin penetró a mi corazón. Me sentí liberada.

Dos años después del incidente, puedo decir que Dios ha estado obrando en mí. Me he vuelto menos propensa a enojarme y culpar a otros. Además, Dios ha estado sanando a mi hija en cuerpo y espíritu; aunque tiene una pequeña cicatriz en el rostro, está física y mentalmente saludable y es más resistente. Me apoyo en estas verdades para recordar que debo mostrar kjésed a mi prójimo; en especial, a mi cuñada.

Sigo orando por reconciliación. Pero todavía no he llegado a ese punto. Sin embargo, Dios me recuerda que la reconciliación es algo bilateral. Para que haya reconciliación, uno tiene que pedir perdón y el otro debe conceder ese perdón. No obstante, Él me manda que perdone. Sigo orando por una relación restaurada y espero con ansias el día en que pueda reconciliarme con mi cuñada.

AMA A TU PRÓJIMO (SÍ, ES DIFÍCIL)
¿Por qué te cuento esta historia? Porque proteger nuestro camino según la Palabra de Dios significa no alejarse de Sus mandamientos, y eso implica amar a nuestro prójimo. Según mi experiencia, eso puede ser difícil a veces. Y he llegado a darme cuenta de que no siempre quiero hacerlo.

A menos que la Palabra de Dios esté profunda y firmemente arraigada en nuestro corazón, es muy fácil pecar contra el Señor. Necesitamos recordatorios desde el exterior. Necesitamos que otros nos animen a aferrarnos a la cruz. Es más, cada persona necesita desarrollar un amor por la Palabra para estar motivada a leer las promesas de Dios, meditar en ellas y declararlas, en especial frente al pecado. ¿Cómo pueden nuestros jóvenes y niños mantener sus caminos en pureza? ¿Cómo podemos hacerlo nosotras? Al almacenar la ley de Dios en nuestros corazones, meditar en ella y declararla. Debemos amar a Dios y a nuestro prójimo. En esencia, eso requiere que entendamos, conozcamos, amemos, disfrutemos y pongamos en práctica (incluso cuando no sintamos el deseo de hacerlo) el mensaje del evangelio del mayor ejemplo de amor por el prójimo, el cual nos ama y nos da poder para cumplir la ley de Dios y amar a los demás. El evangelio es lo que nos permite mantener nuestro camino puro y obedecer al Señor.


Devocional de Sus testimonios, mi porción (B&H Español)

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